jueves, 16 de octubre de 2008

La señora

I

A la isbá1 de Maxím Zhúrkin, susurrando y rumorando por la hierba reseca y polvorienta, se acercó rodando una calesa tirada por una pareja de caballos bonitos, viatkianos2. En la calesa estaban sentados la señora, Elena Yegórovna Strielkóva, y su intendente, Félix Adamóvich Rzheviétskii. El intendente saltó de la calesa con destreza, se acercó a la isbá y, con el dedo índice, golpeó el cristal. En la isbá refulgió una lucecita.
-¿Quién es? -preguntó una voz anciana, y en la ventana apareció la cabeza de la mujer de Maxím.
-¡Sal a la calle, abuela! -gritó la señora.
Al minuto, de la isbá salieron Maxím y su mujer. Se detuvieron junto a los portones y, callados, hicieron una reverencia a la señora, y después al intendente.
-Dime, por bondad, -se dirigió Elena Yegórovna al viejo, -¿qué significa todo esto?
-¿Qué cosa?
-¿Cómo qué? ¿Acaso no sabes? ¿Stepán está en casa?
-Como que no. Fue al molino.
-¿Qué se cree él? ¡Yo, resueltamente, no entiendo a este hombre! ¿Por qué se fue de mi casa?
-No sabemos, señora. ¿Acaso nosotros sabemos?
-Es terriblemente no bonito de su parte. ¡Él me dejó sin cochero! Por su bondad, Félix Adamóvich tiene que enganchar él solo los caballos, y conducir. ¡Es terriblemente estúpido! ¡Usted entienda que esto, finalmente, es estúpido! ¿El salario le pareció poco, o qué?
-¡Y Cristo sabe! -respondió el viejo mirando de soslayo al intendente, que intentaba mirar por la ventana. –A nosotros no nos dice, y en su cabeza no te metes. ¡Me fui, dice, y shabbath3! ¡Es su voluntad! ¡Se debe suponer, el salario le pareció poco!
-¿Y quién está acostado bajo las imágenes, en el banco? -preguntó Félix Adamóvich, mirando por la ventana.
-Semión, padrecito. Y Stepán no está.
-¡Es insolente de su parte! -continuó la señora, prendiendo un cigarrillo. -Monsieur Rzheviétskii, ¿cuánto él recibía con nosotros de salario?
-Diez rublos al mes.
-¡Si diez le pareció poco, pues yo podría darle quince! ¡No dijo ni una palabra, y se fue! ¿Es honrado eso? ¿Es de buena fe?
-¡Lo decía yo pues, que nunca se debe andar con ceremonias con esta gente! –rompió a hablar Rzheviétskii articulando cada sílaba, e intentando no poner el acento en la penúltima sílaba. -¡Usted malcrió a estos gorrones! ¡Nunca se debe dar todo el salario de una vez! ¿Para qué eso? Y además, ¿para qué quiere aumentarle el salario? ¡Y vendrá así! ¡Él acordó, se empleó! Dile a él, -se dirigió el polaco a Maxím, -que es un cerdo, y más nada.
Finissez donc4!
-¿Oyes, mujík? Te empleaste, entonces sirve, ¡y no te vayas cuando se te ocurra, diablo! ¡Sólo que no venga mañana! ¡Yo le enseñaré a no obedecer! ¡Y a ustedes les tocará! ¿Oyes, vieja?
Finissez, Rzheviétskii!
-¡A todos les tocará! ¡No te presentes en mi oficina, perro viejo! ¡¿Andar con ceremonias con ustedes?! ¿Acaso ustedes son gente? ¿Acaso entienden las buenas palabras? ¡Ustedes entienden, solamente, cuando les dan bofetadas y les dan disgustos! ¡Qué vaya mañana!
-Yo le diré. ¿Por qué no decirle? Decir se puede…
-Dile a él, que le voy a aumentar el salario, -dijo Elena Yegórovna. -No puedo yo pues estar sin cochero. Cuando encuentre a otro, que se vaya entonces, si le place. ¡Que mañana por la mañana esté en mi casa de nuevo! ¡Dígale, que estoy profundamente ofendida por su acto descortés! ¡Y usted dígale, abuela! Espero que vaya a mi casa, y no me obligue a mandar por él. ¡Ven aquí, abuela! ¡Aquí tienes, querida! ¿Qué, seguro es difícil arreglárselas con estos niños grandes? ¡Toma, querida!
La señora sacó del bolsillo una cigarrera bonita, extrajo de debajo de los cigarrillos un billete amarillo, y se lo dio a la vieja.
-Y si no viene -agregó la señora, -pues tendremos que pleitearnos, lo que sería no deseable en extremo. Pero yo espero… Ustedes aconséjenlo. ¡Vamos, Félix Adamóvich! ¡Adiós!
Rzheviétskii saltó a la calesa, tomó las riendas en sus manos, y la calesa rodó por el camino blando.
-¿Cuánto te dio? -preguntó el viejo.
-Un rublo.
-¡Dame acá!
El viejo tomó el rublo, lo alisó con las dos palmas de sus manos, lo dobló con cuidado y lo escondió en el bolsillo.
-¡Stepán, se fue! –dijo, entrando a la isbá. -Yo le mentí, que fuiste al molino. ¡Cómo nos asustó, un horror!..
Tan pronto la calesa se alejó y se perdió de vista, Stepán apareció en la ventana. Pálido como la muerte, trémulo, salió a medias por la ventana y amenazó con su gran puño al jardín, que se oscurecía en la lejanía. El jardín era señorial. Amenazado unas seis veces, profirió algo, se metió en la isbá y bajó el marco con ruido.
Media hora después de que la señora se marchara, en la isbá de Zhúrkin cenaban. En la cocina, junto a la misma estufa, en una mesa mugrienta, estaban sentados Zhúrkin y su mujer. Frente a ellos estaba sentado el hijo mayor de Maxím, Semión, de licencia temporal, con un rostro colorado, demacrado, una larga nariz picada de viruela y unos ojos aceitosos. Semión se parecía de cara a su padre, sólo que no era canoso ni calvo, y no tenía los ojos pícaros, gitanos que poseía su padre. Junto a Semión estaba sentado el segundo hijo de Maxím, Stepán. Stepán no comía y, apoyada su bonita cabeza rubia en un puño, miraba al techo hollinado y pensaba en algo con empeño. Servía la cena la mujer de Stepán, María. Comían el schi5 en silencio.
-¡Toma! –dijo Maxím, cuando se comieron el schi. María tomó de la mesa el tazón vacío, pero no lo llevó de modo favorable hasta la estufa, aunque la estufa estaba cerca. Se tambaleó y cayó sobre el banco. El tazón cayó de sus manos y resbaló por sus rodillas hasta el suelo. Se oyeron unos sollozos.
-¿Como que alguien llora? -preguntó Maxím.
María sollozó más alto. Pasaron unos dos minutos. La vieja se levantó, y sirvió ella misma unas gachas en la mesa. Stepán graznó y se levantó.
-¡Cállate! -farfulló.
María continuó llorando.
-¡Cállate, te dicen! -le gritó Stepán.
-¡No me gusta a muerte el grito de la mujer! -farfulló Semión con valentía, rascándose su nuca áspera. -¡Llora, y ella misma no sabe por qué llora! ¡Está dicho, una mujer! ¡Si te fueras a llorar al patio, si te place!
-¡Lágrima de mujer, una gota de agua! –dijo Maxím. –Es bueno no comprar lágrimas, las dan de gratis. ¿Bueno, por qué lloras? ¡Epa! ¡Basta! ¡No te van a quitar a tu Stiópka! ¡Se malcrió! ¡Tierna! ¡Ve a comer gachas!
Stepán se inclinó hacia María y le pegó en el codo levemente.
-¿Bueno, qué? ¡Cállate! ¡Te dicen! ¡E-e-eh… degenerada!
Stepán levantó el brazo y le pegó con el puño al banco, donde estaba acostada María. Por su mejilla resbaló una gruesa lágrima brillante. Se sacudió la lágrima del rostro, se sentó a la mesa y la emprendió con las gachas. María se levantó y, sollozando, se sentó tras la estufa, lejos de la gente. Se comieron las gachas.
-¡María, kvas6! ¡Sabe tu asunto, jovencita! ¡Es una vergüenza soltar los mocos! –gritó el viejo. -¡No eres chiquita!
María, con un rostro pálido y lloroso, salió y, sin mirar a nadie, le dio al viejo un cucharón. El cucharón pasó de mano en mano. Semión tomó el cucharón en sus manos, se persignó, bebió a grandes sorbos y se atragantó.
-¿De qué te ríes?
-No es nada… Eso yo así. Me acordé de algo cómico.
Semión echó la cabeza atrás, abrió su gran boca y soltó una risilla.
-¿Vino la señora? –preguntó, mirando de soslayo a Stepán. -¿Ah? ¿Qué dijo? ¿ah? ¡Ja, ja!
Stepán le echó una ojeada a Semión y se sonrojó de modo intenso.
-Quince rublos da -dijo el viejo.
-¡Mira tú! ¡Y cien daría, si sólo quisieras! ¡Que me pegue Dios, los da!
Semión guiñó un ojo y se desperezó:
-¡Eh, si me dieran a mí una mujer así! –continuó. -¡La chuparía a la diablita! ¡Le sacaría el jugo! Pff…
Semión se encogió, le pegó en el hombro a Stepán y se rió a carcajadas.
-¡Así pues, alma! ¡Eres muy confundido! ¡A nuestro prójimo, confundirse, no le viene a mano! ¡Eres un imbécil, Stiópka! ¡Uh, qué imbécil!
-¡Un imbécil por completo! –dijo el padre.
Se oyeron los sollozos de nuevo.
-¡Tu mujer llora de nuevo! ¡Entonces, es celosa, le da cosquilla! ¡No me gustan los aullidos de las mujeres! ¡Cortan como un cuchillo! ¡Eh, mujeres, mujeres! ¿Y para cuál objeto las creo Dios? ¿Para cuál, a santo de qué? ¡Merci por la cena, señores respetables! ¡Ahora tomar un vino, para tener lindos sueños! ¡Tu señora, se debe suponer, tiene un abismo-abismal de vinos! ¡Toma, no quiero!
-¡Eres un cerdo insensible, Siénka!
Dicho esto, Stepán suspiró, tomó en abrazo una colcha y salió de la isbá al patio. Tras él se dirigió Semión.
En el patio avanzaba en silencio, en sosiego, la noche estival rusa. La luna salía tras las colinas lejanas. A su encuentro bogaban unas nubecitas rasgadas, de bordes plateados. El horizonte palideció, y un verdor pálido, agradable se derramó por toda su vastedad. Las estrellas titilaron más débilmente y, como asustadas de la luna, encogieron sus rayos diminutos. Desde el río, hacia todos lados, se extendía una humedad nocturna que acariciaba las mejillas. En la isbá del padre Grigórii, para todo el pueblo, dieron las nueve. El judío-tabernero cerró la ventana con ruido, y colgó sobre su puerta un farol mugriento. En la calle y en los patios no había ni un alma, ni un sonido... Stepán extendió la colcha sobre la hierba, se persignó y se acostó, poniendo el codo bajo la cabeza. Semión graznó y se sentó a sus pies.
-Msí… -profirió.
Tras callar un poco, Semión se sentó más cómodo, prendió su pipa pequeña y rompió a hablar:
-Estuve hoy donde Trofím... Tomé cerveza. Tres botellas me tomé. ¿Quieres fumar, Stiópa?
-No deseo.
-Un tabaco bueno. ¡Tomar té ahora! ¿Tú, donde la señora, has tomado té? ¿Es bueno? ¡Debe ser muy bueno! Unos cinco rublos vale la libra, debe ser. Y hay un té, que la libra vale cien rublos. Por Dios, lo hay. Aunque no lo tomé, lo sé. Cuando servía de dependiente en la ciudad, lo vi… Una señora lo tomaba. ¡Sólo el olor lo que valía! Lo olí. ¿Vamos a donde la señora mañana?
-¡Déjame!
-¿Por qué te enojas pues? Yo no maldigo, sólo digo. No hay que enojarse. Sólo que, ¿por qué pues no vas, excéntrico? ¡No entiendo! Mucho dinero, buena comida, y toma lo que quiera tu alma… Te pondrás a fumar sus cigarritos, a tomar buen té…
Semión calló un poco y continuó:
-Y es bonita ella. ¡Ligarse con una vieja es una desgracia, pero con esa es una felicidad! (Semión escupió y calló un poco.) ¡Un fuego la mujer! ¡Un fuego fogoso! Tiene un cuello glorioso, rollizo así…
-¿Y si es un pecado para el alma? –preguntó Stepán de pronto, volteándose hacia Semión.
-¿Un pe-ecado? ¿De dónde un pecado? Para el hombre pobre nada es pecado…
-Y el pobre va a ir al horno del diablo, si… ¿Y acaso yo soy pobre? Yo no soy pobre.
-¿Y qué pecado hay ahí? ¡Pues tú no a ella, sino ella a ti! ¡Eres un asustado tú!
-Un bandido, y razones de bandido…
-¡Un hombre estúpido eres! –dijo Semión suspirando. -¡Estúpido! ¡Tu felicidad no la entiendes! ¡No la sientes! Debe ser, tienes mucho dinero… No te hace falta, a saber, el dinero.
-Me hace falta, pero no el ajeno.
-Tú no se lo vas a robar, ella misma, con su propia mano, te lo va a dar. ¡Pero para qué hablar contigo, imbécil! Como el guisante contra la pared7Mantifólia en vinagre8, sólo eso se puede hacer contigo.
Semión se levantó y se desperezó:
-¡Te vas a arrepentir, pero va a ser tarde! Yo de ti, después de esto, no quiero saber. No eres mi hermano. Vete al diablo... Anda con tu vaca estúpida…
-¿María pues, una vaca?
-María.
-Hum… Tú, a esa misma vaca, no le sirves ni de tacón. ¡Anda!
-Y para ti sería bueno, y… para nosotros bueno. ¡¡Imbécil!!
-¡Anda!
-Y me voy… ¡No tienes a quien pegarle!
Semión se volteó y, silbando, arrastró los pies hacia la isbá. Unos cinco minutos después, cerca de Stepán susurró la hierba. Stepán levantó la cabeza. Hacia él venía María. María se acercó, se paró y se acostó junto a Stepán.
-¡No vayas, Stiópa! –susurró ella. -¡No vayas, mi carnal! ¡Te va a perder! Le es poco, a la maldita, su polaco, te necesitó a ti también. ¡No vayas a verla, Stepúnka!
-¡No te metas!
Sobre el rostro de Stepán cayeron, como una lluvia menuda y caliente, las lágrimas de María.
-¡No me pierdas tú a mí, Stepán! No eches un pecado sobre tu alma. ¡Quiéreme a mí sola, no vayas a ver a otras! Dios te casó conmigo, vive conmigo. Yo soy una huérfana… Sólo te tengo a ti.
-¡Déjame! ¡Ah… Saatanás! ¡Te dije que no voy a ir!
-Pues, pues… ¡Y no vayas, querido! Yo estoy con carga, Stepúshka… Pronto van a venir los niños... ¡No nos dejes, Dios te va a castigar! Tu padre pues, con Siómka, tratan así, para que vayas a verla, y tú no vayas… No los mires. Son unas fieras, y no gente.
-¡Duerme!
-Duermo, Stiópa… Duermo.
-¡María! –se oyó la voz de Maxím-. ¿Dónde estás? ¡Ven, madre te llama!
María saltó, se arregló el cabello y corrió a la isbá. A Stepán se acercó Maxím con lentitud. Éste ya se había desvestido y, en paños menores, parecía un difunto. La luna jugaba en su calva y brillaba en sus ojos gitanos.
-¿Vas a ver a la señora mañana o pasado mañana? –le preguntó a Stepán.
Stepán no respondió.
-Si vas, pues ve mañana, y temprano. Seguro los caballos no están cepillados. Y no olvides que te prometió quince. Por diez no vayas.
-Yo como que no voy a ir, -dijo Stepán.
-¿Por qué así?
-Y así… No deseo...
-¿Por qué pues?
-Usted mismo sabe.
-Así… ¡Mira, Stiópa, como que no tenga que zurrarte en mis años seniles!
-Zúrreme.
-¿Acaso puedes responderle así a tu padre? ¿A quién le respondes? ¡Mira tú! Aún no se te secó la leche en los labios, y le dices groserías a tu padre.
-¡No voy a ir, eso es todo! Va a la iglesia, y no le teme al pecado.
-¡A ti pues, estúpido, quiero hacerte! ¿Una isbá nueva, quieres construir o no? ¿Cómo es para ti? ¿A quién vas a ir por el bosque? ¿A la Strielchíja9 seguro? ¿A quién le vas a pedir dinero prestado? ¿A ella, o no a ella? Ella te va a dar el bosque, y te va a dar el dinero. ¡Te va a premiar!
-Deja que premie a otros. A mí no me hace falta.
-¡Te voy a zurrar!
-¡Pues zúrreme! ¡Zúrreme!
Maxím sonrió y tendió la mano hacia adelante. En su mano había un látigo.
-Te voy a zurrar, Stepán.
Stepán se volteó hacia el otro costado, e hizo ver que no lo dejaban dormir.
-¿Así, no vas a ir? ¿Lo dices de cierto?
-De cierto. Que Dios me pegue en el alma, si voy.
Maxím levantó el brazo, y Stepán sintió un dolor fuerte en el hombro y la mejilla. Stepán saltó como un loco.
-¡No me zurres, tío! –gritó. -¡No me zurres! ¿Oyes? ¡Tú no me zurres!
-¿Y qué?
Maxím pensó un poco, y le pegó a Stepán otra vez. Le pegó por tercera vez.
-¡Escucha a tu padre, si te manda! ¡Vas a ir, bellaco!
-¡No me zurres! ¿Oyes?
Stepán rompió a llorar, y se tumbó en la colcha con rapidez.
-¡Voy a ir! ¡Está bien! Voy a ir… ¡Sólo acuérdate! ¡No te va a alegrar la vida! ¡Me vas a maldecir!
-Bueno. Vas a ir para ti, y no para mí. A mí no me hace falta una isbá nueva, sino a ti. Te lo dije, te voy a zurrar, bueno, y te zurré.
-¡Voy… voy a ir! ¡Pero… pero te vas a acordar de ese látigo!
-Bueno. Amenázame. ¡Dime tú a mí todavía!
-Bien… Voy a ir…
Stepán dejó de llorar, se volteó boca abajo y lloró más bajo.
-¡Sacudió los hombros! ¡Lloriqueó! ¡Llora más! Mañana vas a ir temprano. Un mes por adelantado cóbrale. Y por los cuatro días que no serviste, cóbrale. A tu yegua pues, le servirá para los pañuelos. Y por el látigo no te enojes. Yo soy tu padre… Quiero, te pego, quiero, te mimo. Así es pues… ¡Duerme!
Maxím se alisó la barba y volteó hacia la isbá. A Stepán le pareció que Maxím, al entrar a la isbá, dijo: “¡Lo zurré!” Se oyó la risa de Semión.
En la isbá del padre Grigórii sonó un fortepiano desafinado de modo lastimero: a las nueve la papisa, comúnmente, se dedicaba a la música. Por el pueblo se extendieron unos sonidos extraños, apagados. Stepán se levantó, pasó sobre el seto y fue a lo largo de la calle. Iba hacia el río. El río brillaba como el azogue, y reflejaba la luna y las estrellas del cielo. Reinaba un silencio sepulcral. Nada se movía. Sólo rara vez cantaba un grillo… Stepán se sentó en la orilla, junto al agua misma, y apoyó su cabeza sobre un puño. Unas ideas sombrías, sustituyéndose una a otra, pululaban por su cabeza.
Al otro lado del río se erguían los álamos altos, esbeltos que rodeaban el jardín señorial. A través de los árboles se traslucía la luz de la ventana señorial. La señora, debía ser, no dormía. Estuvo pensando Stepán, sentado en la orilla, hasta que las golondrinas volaron sobre el río. Se levantó cuando ya brillaba en el río no la luna, sino el sol naciente. Tras levantarse, se lavó, rezó hacia el oriente y caminó con rapidez, con paso resuelto, a lo largo de la orilla, hacia el vado. Atravesado el vado poco profundo, se dirigió a la casa señorial.

II

-¿Vino Stepán? -preguntó Elena Yegórovna al despertarse al otro día.
-Vino -le respondió la sirvienta.
Strielkóva se sonrió.
-Aaah… Bien. ¿Dónde está ahora?
-En el establo.
La señora saltó de la cama, se vistió con rapidez y fue al comedor a tomar café.
Strielkóva se veía aún joven, más joven que sus años. Solamente sus ojos revelaban, que ya había alcanzado a vivir la mayor parte de su vida de mujer, que ya pasaba los treinta. Tenía unos ojos pardos, profundos, desconfiados, más pronto de hombre que de mujer. Bonita no era, pero podía gustar. Su rostro era lleno, simpático y saludable, y su cuello, del que hablaba Semión, y su busto eran soberbios. Si Semión hubiera conocido el precio de unos pies y unas manos bonitas, no hubiera callado sobre los pies y las manos de la hacendada. Estaba vestida toda de modo ligero, sencillo y estival. Su mismo peinado no era ingenioso. Strielkóva era perezosa, y no le gustaba lidiar con el toilette10. La posesión en la que vivía le pertenecía a su hermano solterón, que vivía en Petersburgo y muy rara vez pensaba en su posesión. Vivía ella en ésta desde que se había separado del marido. Su marido, el coronel Strielkóv, un hombre muy honrado, vivía en Petersburgo también, y pensaba en su mujer menos, que su hermano en su posesión. Ella se había separado del marido sin haber vivido ni un año con él. Lo había engañado a los veinte días de la boda.
Sentada a tomar café, Strielkóva mandó a llamar a Stepán. Stepán se presentó y se paró junto a la puerta. Estaba pálido, despeinado, y miraba como mira un lobo atrapado: maligna y sombríamente. La señora le echó una ojeada y se sonrojó levemente.
-¡Saludos, Stepán! -dijo, sirviéndose café. –Dime, por favor, ¿qué clase de trucos armas tú? ¡A santo de qué te fuiste! ¡Viviste cuatro días y te fuiste! Te fuiste sin pedir permiso. ¡Tú debiste pedir permiso!
-Yo pedí permiso, -mugió Stepán.
-¿A quién le pediste permiso?
-A Félix Adamóvich.
Strielkóva calló un poco y preguntó:
-¿Tú te enojaste, o qué? ¡Stepán, responde! ¡Yo pregunto! ¿Tú te enojaste?
-Si usted no dijera esas palabras, pues yo no me iría. Yo estoy puesto para los caballos, y no para...
-De eso no vamos a hablar... Tú no me entendiste, eso es todo. No hay que enojarse. Yo no dije nada de particular. Y si dije algo así, que tú hallas ofensivo para ti, pues tú… pues tú… Pues yo, de todas formas… Yo tengo derecho a hablar demás... Hum… Te voy a aumentar el salario. Espero que entre nosotros, ahora, no haya ningún malentendido.
Stepán se volteó y fue atrás.
-¡Espera, espera! -lo detuvo Strielkóva. –Yo aún no lo dije todo. Mira qué, Stepán… Yo tengo un traje de cochero nuevo. Agárralo y póntelo, y ese que llevas no sirve para nada. Yo tengo un traje bonito. Te lo voy a mandar con Fiódor.
-Obedezco.
-Qué cara tienes… ¿Todavía estás inflado? ¿Acaso es tan ofensivo? Bueno, basta… Yo pues nada… En mi casa vas a vivir bien... Vas a estar contento con todo. No te enojes... ¿No te enojas?
-¿Acaso nosotros podemos enojarnos?
Stepán dejó de la mano, parpadeó y se volteó.
-¿Qué te pasa, Stepán?
-Nada… ¿Acaso nosotros podemos enojarnos? Nosotros no podemos enojarnos…
La señora se levantó, puso una cara preocupada y se acercó a Stepán.
-¿Stepán, tú… tú estás llorando?
La señora tomó a Stepán por la manga.
-¿Qué te pasa, Stepán? ¿Qué te pasa? ¡Habla pues, finalmente! ¿Quién te ofendió?
A la señora le brotaron lágrimas de los ojos.
-¡Pero bueno pues!
Stepán dejó de la mano, parpadeó fuertemente y rompió a llorar.
-¡Señora! –empezó a farfullar. –Te voy a querer… ¡Haré todo lo que quieras! ¡Estoy de acuerdo! ¡Pero no le des tú nada a esos malditos! ¡Ni un kópek, ni una astilla! Estoy de acuerdo con todo. ¡Le vendo mi alma al impuro, pero no le des nada a ellos!
-¿A quiénes a ellos?
-A mi padre y a mi hermano. ¡Ni una astilla! ¡Que se mueran de rabia, los malditos!
La señora sonrió, se secó los ojos y se echó a reír de modo ruidoso.
-Está bien, -dijo ella. -¡Bueno, anda! Yo ahora te voy a mandar tu traje.
Stepán salió.
“¡Qué bueno que es estúpido!” –pensó la señora mirándolo por detrás, y admirando sus anchos hombros. -Me libró de la explicación... Él fue el primero que habló de “amor”…
A la caída de la tarde, cuando el sol poniente bañaba de púrpura el cielo, y de oro la tierra, por el infinito camino de la estepa, desde la aldea hacia el horizonte lejano, corrían como rabiosos los caballos de la Strielkóva… La calesa saltaba como una pelota, y arrancaba con impiedad el centeno del camino, que inclinaba hacia el camino sus espigas más pesadas. En el pescante estaba sentado Stepán, que fustigaba a los caballos con frenesí y, al parecer, intentaba romper las riendas en mil pedazos. Estaba vestido con muy buen gusto. Se veía que en su toilette se había gastado no poco tiempo y dinero. El terciopelo no barato y el kumāš11 le sentaban a su figura robusta. De su pecho pendía una cadenita con dijes. Sus botas plegadas estaban cepilladas con el betún más auténtico. Su sombrero de cochero con pluma de ganso, apenas rozaba sus cabellos rubios rizados. En su rostro llevaba escritos una humildad obtusa y, al mismo tiempo, una rabia furiosa, cuyas víctimas eran los caballos... En la calesa, relajados todos sus miembros, estaba sentada la señora, que aspiraba el aire puro a todo pecho. En sus mejillas jugaba un rubor joven… Sentía que disfrutaba la vida…
-¡En serio, Stiópa! ¡En serio! –gritaba ella. -¡Así a él! ¡Arréalo! ¡Al viento!
Si hubiera habido piedras bajo las ruedas, las piedras hubieran soltado chispas… La aldea se alejaba de ellos más y más... Se ocultaron las isbás, se ocultaron los graneros señoriales… Pronto no se vio el campanario... Finalmente, la aldea se convirtió en una franja humeante, y se hundió en la lejanía. Y Stepán aun fustigaba y fustigaba. Quería huir lejos del pecado, al que tanto temía. Pero no, el pecado estaba tras sus hombros, en la calesa. No tuvo Stepán que poner pies en polvorosa. Aquel atardecer, la estepa y el cielo fueron testigos de cómo él vendió su alma.
A eso de las once los caballos corrían de regreso. El encuarte cojeaba, y el de varas estaba cubierto de espuma. La señora estaba sentada en una esquina de la calesa y, con los ojos semicerrados, se encogía en su talma. En sus labios jugaba una sonrisa de satisfacción. ¡Respiraba con tal facilidad y sosiego! Stepán iba y pensaba que se moría. En la cabeza tenía un vacío, una neblina, y en el pecho le remordía la angustia…
Cada día, a la caída de la tarde, se sacaban del establo los caballos frescos. Stepán los enganchaba a la calesa, e iba a la portezuela del jardín. Por la portezuela salía la señora radiante, se sentaba en la calesa y empezaba el viaje rabioso. Ni un día se libró de ese viaje. Para desgracia de Stepán, no le tocó en suerte ni una tarde lluviosa, en la que pudiera no ir.
Después de uno de esos viajes, Stepán, regresado de la estepa, salió del patio y fue caminar por el río. En su cabeza, como de costumbre, había una neblina, no había ni una idea, y en el pecho tenía una angustia terrible. Era una noche hermosa, apacible. Unos aromas tenues se cernían en el aire, y jugaban en su rostro con ternura. Recordó Stepán el pueblo, que se oscurecía tras el río, ante sus ojos. Recordó la isbá, el huerto, su caballo, el banco en el que dormía con su María tan gustoso... Sintió un dolor indecible.
-¡Stiópa! -oyó una voz débil.
Stepán se volteó a mirar. Hacía él venía María. Recién había atravesado el vado, y traía los zuecos en las manos.
-Stiópa, ¿por qué te fuiste?
Stepán le echó una mirada obtusa y se volteó.
-Stiópushka, ¿por quién pues me dejaste a mí, a una huérfana?
-¡Déjame!
-¡Pues Dios te va a castigar, Stiópushka! ¡Te va a castigar pues! Te va a mandar una muerte cruel, sin confesión. ¡Te vas a acordar de mi palabra! El tío Trofím vivía con una soldada, ¿te acuerdas?, ¿y cómo murió? ¡No quiera el Señor!
-¿Por qué te pegaste? Eh…
Stepán dio dos pasos adelante. María lo agarró por el caftán con las dos manos.
-¡Yo soy tu mujer pues, Stepán! ¡Tú no puedes dejarme así! ¡Stiópushka!
María vociferó.
-¡Queridito! ¡Te voy a lavar los pies y a tomarme el agua! ¡Vamos a casa!
Stepán se lanzó y le pegó a María con el puño; le pegó así, por la pena. El golpe dio, precisamente, en la barriga. María eructó, se agarró la barriga y se sentó en la tierra.
-¡Oh! -gimió.
Stepán parpadeó, se pegó en la sien con el puño y, sin voltearse a mirar, fue al patio.
Llegado a su establo, se tumbó en un banco, se puso una almohada sobre la cabeza y se mordió la mano con dolor.
En ese momento, la señora estaba sentada en su dormitorio, y adivinaba: ¿habrá mañana al atardecer buen tiempo, o no? Las cartas decían que habría buen tiempo.

III

Por la mañana temprano, Rzheviétskii iba a su casa desde un vecino, donde había estado de visita. El sol aún no salía. Serían las cuatro de la mañana, no más tarde. En la cabeza de Rzheviétskii había ruido. Conducía el caballo y se mecía levemente. Una mitad del camino tenía que ir por el bosque.
«¿Qué diablo es esto? –pensó al acercarse a la posesión donde era intendente. -¡Como que alguien está talando el bosque!»
De la espesura del bosque llegaban a los oídos de Rzheviétskii los golpes y el crujido de las ramas. Rzheviétskii aguzó los oídos, pensó, blasfemó, se apeó del coche de carrera sin destreza y fue a la espesura.
Semión Zhúrkin estaba sentado en la tierra, y cortaba con un hacha las ramas verdes. A su lado yacían tres alisos talados. A un costado estaba el caballo enganchado a la carreta, y comía hierba. Rzheviétskii vio a Semión. Al instante volaron de él la ebriedad y la modorra. Palideció y corrió hacia Semión.
-¿Tú qué haces pues?, ¿ah? –le gritó.
-¿Tú qué haces pues?, ¿ah? -respondió el eco.
Pero Semión no respondió nada. Prendió su pipa y continuó su trabajo.
-¿Tú qué haces, canalla, te pregunto?
-¿Acaso no lo ves? ¿Se te zafó algo?
-¡Que-e-é? ¿Qué tú dijiste? ¡Repite!
-¡Te dije, que sigas de largo!
-¿Qué, qué, qué?
-¡Sigue de largo! No hay por qué gritar...
Rzheviétskii se sonrojó y se encogió de hombros.
-¿Cómo es? ¿Pero cómo te atreves?
-Así pues, me atrevo. ¿Y tú qué eres pues? ¡No me asustaste! ¡Muchos de ustedes! Si complacer a cada uno, para eso hace falta mucho…
-¿Cómo te atreves a talar el bosque? ¿Es tuyo?
-No es tuyo tampoco.
Rzheviétskii levantó el látigo y no le pegó a Semión, sólo porque éste le señaló el hacha.
-¿Pero tú sabes, granuja, de quién es este bosque?
-¡Sé, del pan12! Es el bosque de Strielchíja, con Strielchíja voy a hablar. Es su bosque, a ella le voy a responder. ¿Y tú qué eres pues? ¡Un lacayo! ¡Un camarero! No te conozco. ¡Pasa, pasante! ¡March!
Semión golpeó el hacha con la pipa y sonrió con sarcasmo.
Rzheviétskii corrió al coche, agitó las riendas y voló hacia la aldea como una flecha. En la aldea recogió a los testigos y corrió con ellos al lugar del delito. Los testigos hallaron a Semión en su trabajo. Al instante ardió el asunto. Se presentaron el prefecto, el sub-prefecto, el escribano, los policías. Escribieron varios papeles. Firmó Rzheviétskii, obligaron a firmar a Semión. Semión sólo se burlaba…
Antes de almuerzo, Semión se presentó a la señora. La señora ya sabía de la tala. Sin saludar, empezó por que no se podía vivir, que el polaco peleaba, que él sólo tres arbolitos, y demás.
-¿Cómo te atreves pues, a talar un bosque ajeno? –se encolerizó la señora.
-Es sólo una tortura con él, -mugió Semión, admirando el arrebato de la señora y deseando, fuera como fuera, fastidiar al polaco. -¡Que una palabra, pues una trompada! ¿Acaso es posible así? ¡Y trata siempre por la cara! Así no se puede… Pues nosotros somos gente también.
-¿Cómo te atreves a talar mi bosque, te pregunto? ¡Granuja!
-¡Pero él le mintió, señora! Yo, en verdad… talé... Lo confieso... ¿Pero para qué él pelea?
A la señora se le agitó la sangre señorial. Olvidó que Semión era hermano de Stepán, olvidó su buena educación y todo en el mundo, y le dio una bofetada a Semión.
-¡Retira ahora pues tu morro de mujík! –gritó. -¡Fuera! ¡En este instante!
Semión se confundió. En ningún caso esperaba tal escándalo.
-¡Adiós! -dijo y suspiró de modo profundo. -¡Qué hacer pues! ¡Qué pues!
Semión farfulló y salió. Incluso olvidó ponerse el gorro cuando salió al patio.
Unas dos horas después, se presentó a la señora Maxím. Su rostro estaba estirado, sus ojos nublados. Por su rostro se veía, que había venido a decir o tramar algo insolente.
-¿Qué quieres'? -preguntó la señora.
-¡Saludos! Yo, señora, más sobre este, para rogarle. El bosque, señora. A Stepán, le quiero construir una isbá, y no tengo bosque. Si me diera unas tablitas.
-¿Qué pues? Dígnate.
El rostro de Maxím irradió.
-Una isbá me hace falta construir, y no tengo bosque. ¡El último asunto! Me senté a comer schi, y no hay schi. Je, je. Una tablita, una chapa… Ahí Siómka me dijo unas insolencias… Usted ya no se enoje, señora. El imbécil más imbécil. Lo imbécil no me ha salido de la cabeza todavía. No lo siente. Una gente así. ¿Así me ordena, señora, venir por el bosque?
-Ven.
-Así, a Félix Adamóvich, dígnese a decirle. ¡Dios le dé salud! Ahora Stépka va a tener una isbá.
-¡Sólo que yo cobro caro, Zhúrkin! Yo el bosque, tú mismo sabes, no lo vendo, a mí misma me hace falta; y si lo vendo, pues es caro.
El rostro de Maxím se estiró.
-¿O sea, cómo?
-Pues así. En primer lugar, el dinero ahora mismo, y en segundo...
-Por dinero yo no deseo.
-¿Y cómo tú deseas?
-Es sabido cómo… Usted misma sabe. ¿Ahora qué dinero tiene un mujík? Un grosh13, y ni eso tiene.
-De gratis yo no doy.
Maxím apretó el gorro en su puño y empezó a mirar el techo.
-¿Usted dice eso de cierto? -preguntó tras haber callado.
-De cierto. ¿Tienes algo más que decir?
-¿Qué puedo yo decir? No me da el bosque, así, ¿para qué me voy a poner a hablar con usted? Adiós. Sólo que, en vano no me da el bosque… Lo va a lamentar… Para mí es, escupir14, pero usted lo va a lamentar… ¿Stepán está en el establo?
-No sé.
Maxím le echó una mirada significativa a la señora, tosió, titubeó y salió. Se crispó de rabia.
«¡Así mira cómo eres, bribona!», pensó y se dirigió al establo. En el establo, en ese momento, Stepán estaba sentado en un banco y con pereza, sentado, limpiaba la ijada de un caballo parado ante él. Maxím no entró al establo, sino se paró junto a la puerta.
-¡Stepán! -dijo.
Stepán no respondió, no miró a su padre. El caballo se sacudió.
-¡Disponte a casa! -dijo Maxím.
-No deseo.
-¿Acaso tú puedes decirme eso a mí?
-Entonces puedo, si te lo digo.
-¡Yo te lo ordeno!
Stepán saltó y azotó la puerta del establo ante las narices de su padre.
Al atardecer, un chico corrió hacia Stepán desde la aldea, y le contó que Maxím había echado de la casa a María, y que María no sabía dónde pasar la noche.
-Ella ahora está sentada en la iglesia, y llora, -contó el chico, -y toda la gente se reunió a su alrededor y te maldicen.
Al otro día, por la mañana temprano, cuando en la casa señorial dormían aún, Stepán se puso su traje viejo y fue al pueblo. Llamaban a misa. Era una mañana dominical, luminosa, jubilosa, ¡sólo vivir y alegrarse! Stepán pasó junto a la iglesia, le echó una ojeada obtusa al campanario y caminó hacia la taberna. La taberna, por desgracia, abría antes que la iglesia. Cuando entró a la taberna, en el mostrador ya estaban los bebedores.
-¡Vodka! –comandó Stepán. Le sirvieron vodka. Bebió, estuvo sentado y bebió más. Stepán se embriagó y empezó a convidar. Empezó una bebezón ruidosa.
-¿Cobras tú, con Strielchíja, mucho salario? -le preguntó Sídor.
-Cuanto se debe. ¡Toma, burro!
-Buen asunto. ¡Por la fiesta, Stepán Maxímich! ¡Por el día domingo! ¿Y usted qué pues?
-Y yo... Y yo tomo…
-Mucho gusto… ¡Todo eso, hablando con propiedad, es muy favorable y seductor, Stepán Maxímich! Así… Y permítame preguntarle, ¿unos diez rublos, cobra?
-¡Ja, ja! ¿Acaso un señor puede vivir con diez rublos? ¿Qué te pasa? ¡Él cobra cien!
Stepán echó una mirada al que había dicho eso, y reconoció en ése a su hermano Semión, que estaba sentado en un banco de una esquina, y bebía. Tras Semión asomaba la borracha fisonomía del sacristán Manafuílov, que sonreía con sarcasmo.
-Permítame preguntarle, señor -rompió a hablar Semión, quitándose el gorro, -¿la señora, tiene buenos caballos, o no? ¿Le gustan a usted?
Stepán se sirvió vodka callado y bebió callado.
-Deben ser, muy buenos -continuó Semión. –Sólo es una lástima que no tiene cochero. Sin cochero no este...
Manafuílov se acercó a Stepán y movió la cabeza.
-¡Tú… tú… eres un cerdo! –dijo. -¡Un cerdo! ¿Y para ti no es pecado? ¡Ortodoxos! ¡Para él no es pecado! ¿Y qué dicen las Escrituras, ah?
-¡Déjame! ¡Imbécil!
-Imbécil… Tú, en cambio, eres inteligente. Un cochero, pero no de caballos. Je, je… ¿Ella le da café también?
Stepán levantó el brazo y le pegó con la botella a la gran cabeza de Manafuílov. Manafuílov se tambaleó y continuó:
-¡El amor! Qué sentimiento... Pff… ¡Lástima que no puede casarse! ¡Un señor sería! ¡Y de él, muchachos, saldría un señor glorioso! ¡Un señor severo, desarrollado!
Se oyó una carcajada. Stepán levantó el brazo, y le pegó con la botella otra vez a la misma cabeza. Manafuílov se tambaleó y, esta vez, cayó.
-¿Tú por qué peleas pues? -gritó Semión, avanzando hacia su hermano. -¡Cásate, entonces pelea! ¿Muchachos, por qué él pelea? ¿Por qué peleas, yo pregunto?
Semión entornó los ojos, agarró por el pecho a Stepán y le pegó en el costado. Manafuílov se levantó y agitó sus dedos largos ante los ojos de Stepán.
-¡Muchachos! ¡Una bronca! ¡Por Dios, una bronca! ¡Empújalo!
La taberna se alborotó. El vocerío se mezclaba con la risa.
En las puertas de la taberna se agolpó la gente. Stepán agarró a Manafuílov por el cuello y lo arrojó a la puerta. El sacristán chilló y rodó por los peldaños como una pelota. Se rieron a carcajadas más fuertemente. La gente abarrotó la taberna por completo. Sídor se metió no en su asunto y, sin saber él mismo por qué, le pegó a Stepán por la espalda. Stepán agarró a Semión por los hombros y lo arrojó a la puerta. Stepán se pegó en la cabeza con el quicio, corrió por los peldaños y cayó con su rostro mojado en el polvo. Hacia él corrió su hermano y empezó a bailarle sobre la barriga. Bailaba enzañado, con placer, saltando alto. Saltó largo tiempo…
Llamaron a “digno es”. Stepán echó una mirada a su alrededor. A su alrededor había jetas rientes, cada una más borracha y contenta que la otra. ¡Una multitud de jetas! Semión, desgreñado y sangriento, se levantaba con cara de fiera y los puños apretados. Manafuílov yacía en el polvo y lloraba. El polvo le cubría los ojos. ¡Alrededor y cerca había sabe el diablo qué!
Stepán se estremeció, palideció y echó a correr como un loco. Lo persiguieron.
-¡Agárralo! ¡Agárralo! –le gritaron por detrás. -¡Aguántalo! ¡Mató a uno!
De Stepán se apoderó el pánico. Le pareció que si lo alcanzaban, pues lo matarían con seguridad. Corrió con más rapidez.
-¡Agárralo! ¡Aguántalo!
Sin advertirlo él mismo, corrió hasta la casa de su padre. Los portones estaban abiertos de par en par, y ambas hojas se mecían con el viento... Entró corriendo al patio.
Sobre un montón de virutas y astillas, a tres pasos de los portones, estaba sentada su María. Con las piernas recogidas debajo de sí y tendidos hacia adelante sus brazos impotentes, no apartaba los ojos de la tierra. Al ver a María, por el cerebro alarmado y borracho de Stepán pasó de pronto una idea lúcida…
Huir de aquí, huir lejos de esta mujer pálida como la muerte, apocada, amada ardientemente. Huir lejos de estos monstruos, a Kubán, por ejemplo… ¡Ah, qué bonito era Kubán! Si creer en las cartas del tío Piótr, ¡pues qué libertad hermosa había en las estepas de Kubán! Y la vida allá era más amplia, y el verano más largo, y la gente más alegre… En los primeros momentos ellos, María y Stepán, vivirían como obreros, y después se harían de su tierra. Allí no estarían con ellos ni el calvo Maxím con sus ojos de gitano, ni el Semión que sonreía con escarnio y ebriedad…
Con esa idea se acercó a María y se detuvo ante ella... Y la cabeza, entre tanto, le daba vueltas por la ebriedad, por los ojos le pasaban manchas de colores, en todo el cuerpo sentía dolor… Apenas se tenía en pie.
-A Kubán… este… -profirió, sintiendo que su lengua perdía la capacidad de hablar… -A Kubán... Con el tío Piótr... ¿Sabes? El que me escribía cartas…
¡Pero no fue eso pues! Se deshizo en pluma y polvo Kubán… María levantó sus ojos implorantes hacia su rostro pálido, perdido, medio cubierto ya hacía tiempo por sus cabellos despeinados, y se levantó... Sus labios temblaban...
-¿Eres tú, bandido? –vociferó. -¿Tú? ¡La jeta, a saber, te la rompieron en la taberna! ¡Maldito! ¡Torturador tú mío! ¡Que en el otro mundo te vaya tan mal, cómo me chupaste toda! ¡Me mataste, a una huérfana!
-¡Cállate!
-¡Crueles! ¡No se apiadan de un alma cristiana! Me torturaron toda, bandidos… ¡Eres un perdedor de almas, Stiópa! ¡La madre de Dios te va a castigar! ¡Espera! ¡Esto no te va a salir de gratis! ¿Tú piensas que yo sola me torturo? Y no lo pienses…Tú también te vas a torturar…
Stepán parpadeó y se tambaleó.
-¡Cállate! ¡Bueno, por Cristo!
-¡Borracho! Sé, con el dinero de quién estás borracho... ¡Sé, bandido! ¿De alegría tomas? ¿A saber, estas contento?
-¡Cállate! ¡Máshka! Bueno…
-¿Y para qué viniste? ¿Qué te hace falta? ¿A jactarte viniste? Y sin jactancia lo sabemos… Todo el mundo lo sabe... Los ojos, seguro, no te los quitan de encima en todo el día, maldito...
Stepán dio una patada, se tambaleó y, con los ojos brillando, empujó con el codo a María…
-¡Cállate, te dicen! ¡No me toques el corazón15!
-¡Voy a hablar! ¿Tú, a pelear? Bueno, qué pues… Pégale… Pégale a la huérfana. Es sólo el final… ¿Qué caricias esperar? Sabe pegarme… ¡Acábame, bandido! ¿Para qué te hago falta? Tú tienes una señora... Rica... Bonita... Yo soy una descarada, y ella es una noble… ¿Por qué pues no me pegas, bandido?
Stepán levantó el brazo y, con todas sus fuerzas, le pegó con el puño al rostro alterado por la cólera de María. El golpe ebrio dio en la sien. María se tambaleó y, sin emitir un sonido, se desplomó en la tierra. En el momento en que caía, Stepán le pegó otra vez en el pecho.
El marido se inclinó sobre el cuerpo cálido, pero ya muerto de su mujer, miró con ojos turbios su rostro sufrido y, sin entender nada, se sentó junto al cadáver.
El sol ya se levantaba sobre las isbás y quemaba. El viento se volvió caliente. En el aire tórrido flotaba una angustia opresiva cuando unas gentes trémulas, en apretada multitud, rodearon a Stepán y María… Veían, entendían que allí había un asesinato, y no creían a sus ojos. Stepán recorrió con ojos turbios la multitud, le crujieron los dientes y farfulló palabras inconexas. Nadie se atrevía a amarrar a Stepán. Maxím, Semión y Manafuílov estaban parados entre la multitud, y se apretaban el uno contra el otro.
-¿Por qué él a ella? -preguntaban, pálidos como la muerte.
Su madre corría alrededor y vociferaba…
Le informaron de lo sucedido a la señora. La señora ayeó, agarró el botellín de alcohol, pero no se cayó sin sentido.
-¡Una gente horrible! –murmuró. -¡Ah, qué gente! ¡Granujas! ¡Bien pues! ¡Yo les enseñaré! ¡Ellos van a saber ahora, qué clase de pájaro soy yo!
A consolarla se presentó Rzheviétskii. Él consoló a la señora y ocupó de nuevo su puesto, que la señora caprichosa le había quitado para Stepán. Un puesto rentable, cálido y el más apropiado para él. Diez veces al año lo echaban de ese puesto, y diez veces le pagaban la enmienda. Le pagaban no poco.

1Isbá, casa de madera de abeto.
2Caballo viatkiano, o de Viátka, de talla baja, veloz, resistente, de raza antigua.
3Shabbath, sábado, descanso; (expresión popular), para, basta, deja, terminado.
4Finissez donc, termine pues.
5Schi, sopa de legumbres con carne.
6Kvas, especie de refresco de trigo.
7Como el guisante contra la pared (proverbio), lo mismo que hablar a la pared.
8Mantifólia en vinagre ( )...
9Strielchíja, burla del apellido Strielkóva, ¿talluda?
10Toilette, vestido, traje, atavío.
11Kumāš, tela rojo vivo, de algodón.
12Pan, señor.
13Grosh, antigua moneda rusa igual a ½ kópek.
14Escupir (vulgarismo), despreciar, me importa una higa.
15Tocar el corazón (expresión), llegar al alma.

Título original: Barinia, publicado por primera vez en la revista Moskva, 1882, Nº 29-31, con la firma: “Antósha Chejonté”.
Imagen: John Singer Sargent, Emily Sargent, 1877.