domingo, 6 de julio de 2008

El inquilino


Brikóvich, que alguna vez se dedicó a la abogacía, y ahora vivía sin hacer nada con su esposa rica, dueña de las habitaciones amuebladas Túnez, un hombre joven pero ya calvo, una vez a medianoche, salió corriendo de su apartamento al corredor, y azotó la puerta con todas sus fuerzas.
-¡Oh bicho malo, tonto, estúpido! –farfulló, apretando los puños. -¡Me juntó pues el diablo contigo! ¡Uf! ¡Para gritarle más fuerte a esa bruja, hay que ser un cañón!
Brikóvich se sofocó de indignación y rabia, y si por el camino ahora, mientras andaba por los largos corredores de Túnez, hubiera hallado alguna bacinica o mozo de corredor soñoliento, le hubiera dado rienda suelta a sus manos con placer, para descargar siquiera sobre algo su cólera. Quería maldecir, gritar, dar patadas... Y el destino, como si entendiera su estado de ánimo y deseara engatusarlo, le envió al encuentro al pagador moroso, al músico Jaliávkin, inquilino del número 31. Jaliávkin estaba parado ante su puerta y, cabeceando fuertemente, metía la llave en el ojo de la cerradura. Éste gemía, mandaba a alguien a todos los diablos, pero la llave no obedecía, y cada vez entraba no ahí donde era necesario. Con una mano la metía febrilmente, con la otra sostenía el estuche del violín. Brikóvich se abalanzó sobre él como un gavilán, y le gritó enojado:
-¿Ah, es usted? Oiga, muy señor mío, ¿cuándo pues, finalmente, va a pagar por el apartamento? ¡Ya hace dos semanas que no se digna a pagar! ¡Voy a mandar a no darle calefacción! ¡Lo voy a desalojar, muy señor mío, qué diablos!
-Usted me mo... molesta... –respondió el músico con serenidad. –¡Au re... revoir1!
-¡Avergüéncese, señor Jaliávkin! –continuó Brikóvich. -¡Usted recibe ciento veinte rublos al mes, y podría pagar puntualmente! ¡Esto es de mala fe, muy señor mío! ¡Esto es ruin en grado sumo!
La llave chasqueó finalmente, y la puerta se abrió.
-¡Sí, esto es deshonesto! –continuó Brikóvich, entrando tras el músico al número. –Le advierto que si no paga mañana, pues lo entrego al juez de paz. ¡Yo le voy a enseñar! ¡Y dígnese a no tirar cerillos apagados al suelo, pues me va a causar un incendio aquí! Yo no voy a tolerar que en mis números vivan personas de conducta no sobria.
Jaliávkin miró a Brikóvich con ojos borrachos, contentos, y sonrió con malicia.
-Resueltamente, no entiendo por qué se acalora... –musitó, encendiendo un cigarrillo y quemándose los dedos. -¡No entiendo! Supongamos, que yo no pago por el apartamento; sí, yo no pago pero, ¿usted pues qué tiene que ver ahí, dígame por bondad? ¿Qué asunto suyo es? Usted tampoco paga nada por el apartamento, pero yo pues no lo molesto. No paga, bueno, y vaya con Dios, ¡no hace falta!
-O sea, ¿cómo es eso pues?
-Así... El due... dueño aquí no es usted, sino su honorabilísima esposa... Usted aquí... aquí es tan “inquilino con trombón2” como los demás... No son sus números, por lo tanto, ¿qué necesidad tiene de inquietarse? Tome ejemplo de mí: ¿pues yo no me inquieto? Usted por el apartamento no paga ni un kópek, ¿y qué pues? No paga, y no hace falta. Yo no me inquieto en absoluto.
-¡Yo no lo entiendo, muy señor mío! –farfulló Brikóvich, y se puso en la pose del hombre ofendido, dispuesto a cada instante a defender su honor.
-¡Por lo demás, soy culpable! Yo olvidé, que los números usted los tomó de dote... ¡Soy culpable! Aunque, por lo demás, si mirar desde el punto de vista moral, -continuó Jaliávkin cabeceando, -pues usted, de todos modos, no debe acalorarse... Pues usted los consiguió de gra... gratis, por una aspirada de rapé... Éstos, si mirar con amplitud, son tanto suyos como míos... ¿Por qué usted se los apro... apropió? ¿Porque es el esposo?.. ¡Qué importancia! Ser esposo no es difícil en absoluto. Padrecito mío, tráigame aquí doce docenas de esposas, y yo seré el esposo de todas, ¡de gratis! ¡Hágame esa concesión suya!
El parloteo borracho del músico, por lo visto, hirió a Brikóvich en el punto más sensible. Éste se sonrojó y largo tiempo no supo qué responder, después se acercó a Jaliávkin y, mirándolo de modo rabioso, golpeó la mesa con el puño con todas sus fuerzas.
-¿Cómo se atreve a decirme eso? –dijo silbando. -¿Cómo se atreve?
-Permítame... –empezó a farfullar Jaliávkin, echándose hacia atrás. –Esto ya sale fortissimo3. ¡No entiendo, por qué se ofende! Yo... yo pues, digo eso no por ofender, sino... por elogio. Si a mí me tocara una dama con estos números, pues yo, con las manos y con los pies... ¡hágame esa concesión!
-Pero... pero, ¿cómo se atreve a ofenderme? –gritó Brikóvich, y golpeó la mesa con el puño de nuevo.
-¡No entiendo! –se encogió de hombros Jaliávkin, ya sin sonreír. –Por lo demás, yo estoy borracho... puede ser lo ofendí... En ese caso, perdone, ¡soy culpable! ¡Mámochka, perdona al primer violín! Yo no lo quería ofender en absoluto.
-Eso incluso es un cinismo... –profirió Brikóvich, suavizado con el tono solícito de Jaliávkin. –Hay cosas, de las que no se habla de esa forma...
-Bueno, bueno... ¡no lo haré! ¡Mamásha, no lo haré! ¡La mano!
-Además de que no le di motivo... –continuó Brikóvich en un tono ofendido, definitivamente suavizado, pero no le tendió la mano. –Yo no le hice nada malo.
-Realmente, no convendría to... tocar esa cuestión delicada... Me fui de lengua por borracho e imbécil... ¡Perdona, mámochka! ¡Realmente, un cerdo! Ahora me voy a mojar la cabeza con agua fría, y me pondré sobrio.
-Y sin eso se vive de forma abominable, repugnante, ¡y ahí usted aún con sus ofensas! –decía Brikóvich, andando por el número con excitación. –Nadie ve la verdad, y cada uno piensa y dice lo que quiere. ¡Me imagino, qué dicen por la espalda, ahí en los números! ¡Me imagino! En verdad, yo no tengo razón, soy culpable: fue tonto de mi parte, lanzarme sobre usted por el dinero a media noche, soy culpable pero... hay que disculparme pues, ponerse en mi situación y... ¡usted me lanza a la cara insinuaciones sucias!
-¡Palomita, pero es que estoy borracho! Me arrepiento y lo siento. ¡Palabra de honor, lo siento! ¡Mámochka, le daré el dinero! ¡Tan pronto lo reciba el día primero, así se lo daré! ¡¿Entonces, paz y concordia?! ¡Bravo! ¡Ah, alma mía, amo a las personas instruidas! Yo mismo estudié en el conservato-servatorio... ¡no lo dices, diablos!...
A Jaliávkin se le saltaron las lágrimas, tomó al caminante Brikóvich por la manga y lo besó en la mejilla.
-¡Eh, gentil amigo, estoy borracho como un hijo de gallina, y todo lo entiendo! ¡Mamásha, ordénale al mozo ponerle el samovar al primer violín! Ustedes ahí tienen una ley, que después de las once no pasees por el corredor, y no pidas el samovar, ¡y después del teatro, es un horror cómo se quiere un té!
Brikóvich apretó el botón del timbre.
-¡Timoféi, ponle al señor Jaliávkin el samovar! –dijo al aparecido mozo de corredor.
-¡No se puede! –dijo Timoféi en voz baja. –La señora no permite poner el samovar después de las once.
-¡Pero yo te lo ordeno! –gritó Brikóvich, palideciendo.
-Y qué ordenar ahí, si no está permitido... –rezongó el mozo de corredor, saliendo del número. –No está permitido, y no se puede. ¡Qué ahí!..
Brikóvich se mordió el labio y se volvió hacia la ventana.
-¡Situación! –suspiró Jaliávkin. –M-sí, ni qué decir... Bueno, y yo no tengo por qué turbarme, yo pues entiendo... toda el alma por entero. Conocemos esa psicología... ¡Y qué, a la fuerza vas a tomar vodka, si no te dan té! ¿Te tomas un vodka, ah?
Jaliávkin tomó el vodka y el embutido de la ventana, y se instaló en el diván para empezar a beber y picar. Brikóvich miraba al borrachín con tristeza, y escuchaba su parloteo sin término. Acaso porque, al ver la cabeza hirsuta, las botellas y el embutido barato recordó su pasado reciente, cuando él era asimismo pobre pero libre, su rostro se puso aún más sombrío, y quiso beber. Se acercó a la mesa, se bebió una copita y graznó.
-¡En la infamia se vive! –dijo, y movió la cabeza. -¡Es abominable! Usted pues ahora me ofendió, el mozo me ofendió... ¡y así, sin final! ¡Y por qué! Así, en esencia, por nada...
Después de la tercera, Brikóvich se sentó en el diván y se quedó pensativo, apoyando la cabeza sobre sus manos, después suspiró con tristeza y dijo:
-¡Me equivoqué! ¡Oh, cómo me equivoqué! Vendí mi juventud, mi carrera, mis principios, y ahora pues la vida se venga de mí. ¡Se venga sin piedad!
Con el vodka y las ideas tristes se puso muy pálido y, al parecer, hasta adelgazó. Varias veces, en el desespero, se agarró la cabeza y dijo: “¡Oh, qué clase de vida, si tú supieras!”
-Y confiésame, dime a conciencia, -preguntó mirando fijamente el rostro de Jaliávkin, -dime a conciencia, ¿cómo en general... piensan de mí ahí? ¿Qué dicen los estudiantes, que viven en esos números? Seguro, oíste pues...
-Oí...
-¿Y qué?
-No dicen nada, sino así... te desprecian.
Los nuevos amigos ya no hablaron de nada más. Se separaron sólo al amanecer, cuando en el corredor empezaban a apagar las estufas.
-Y tú a ella no le pagues... nada... –farfulló Brikóvich yéndose. -¡No le pagues ni un kópek!.. Deja...
Jaliávkin se tumbó en el diván y, tras poner la cabeza sobre el estuche del violín, empezó a roncar fuertemente.
A la medianoche siguiente se juntaron de nuevo...
Brikóvich, tras probar la dulzura de las libaciones amistosas, ya no deja pasar ni una noche, y si no encuentra a Jaliávkin, pues entra a algún otro número, donde se queja del destino y bebe, bebe y se queja de nuevo, y así cada noche.

1Au revoir, ¡Hasta luego!
2“Inquilino con trombón”, expresión popular tras el estreno del vodevil El inquilino con trombón, de S.O. Bóikov.
3Fortissimo, fortísimo.

Título original: Zhilietz, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1886, Nº 44, (con el título El inquilino Nº 31) con la firma “A. Chejonté”.
Imagen: Franz von Defregger, Cuarto rústico, 1876.