jueves, 3 de julio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


De Chejov se puede escribir mucho, pero es necesario escribir con mucha menudez y precisión, algo que yo no sé. Sería bueno escribir de él así, como él mismo escribió La estepa, un cuento aromático, ligero y, a la rusa, de una tristeza cavilosa. Un cuento para uno.
Es bueno recordar a un hombre así, al instante el ánimo vuelve a tu vida, la idea lúcida entra a ésta de nuevo.
El hombre es el eje del mundo.
Y me dirán: ¿y sus vicios, sus defectos?
Todos tenemos hambre de amor por el hombre, y con hambre hasta el pan mal horneado sabe dulce.
Pero yo vi cómo A. Chejov, sentado en su jardín, cazaba un rayo de sol con su sombrero, e intentaba –sin ningún éxito- ponérselo en la cabeza junto con el sombrero. Y yo vi que el fracaso irritaba al cazador de rayos solares, su rostro se hacía cada vez más enojado. Terminó con que, azotando su rodilla con el sombrero de modo abatido, con un gesto brusco, se lo encajó en la cabeza, empujó con el pie a su perro Túzik con irritación, entornó los ojos, miró de soslayo al cielo y fue a la casa. Y al verme en el portal, dijo sonriendo con malicia:
-Saludos. ¿Usted ha leído El sol huele a hierbas1, de Balmont? Es estúpido. En Rusia, el sol huele a jabón de caldero, y aquí a sudor tártaro…
Él mismo intentó con esmero, por largo tiempo, meter un grueso lápiz rojo por la garganta de un diminuto botellín de farmacia. Era un claro esfuerzo por violar cierta ley física. Chejov se entregaba a ese esfuerzo con un aire respetable, con la terca insistencia de un experimentador.

1El aroma del sol, poema de Konstantín Balmont.
Fin.

Imagen: John Singer Sargent, Reconnoitering, 1911.