martes, 1 de julio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


Es mi quinto día con alta temperatura, y no quisiera estar acostado. Una lluvia gris, finlandesa, rocía la tierra con un polvo húmedo. En el fuerte Inno truenan los cañones, regulan el tiro.
Por las noches la larga lengua del proyector lame las nubes, un espectáculo repulsivo, ya que no te deja olvidar esa alucinación diabólica: la guerra.
Leí a Chejov. Si no hubiera muerto diez años antes, probablemente, lo habría matado la guerra, habiéndolo envenenado antes con el odio a los hombres. Recordé su entierro.
El ataúd del escritor, “querido con tanta ternura” en Moscú, fue traído en cierto vagón verde, con una inscripción de letras grandes en sus puertas: Para ostras1. Una parte de la pequeña multitud, reunida en la estación para recibir al escritor, marchó tras el ataúd del general Keller, traído de Manchuria, y se asombró mucho de que enterraran a Chejov con una orquesta de música militar. Cuando se aclaró el error, algunas personas divertidas empezaron a sonreír con malicia y soltar risitas. Tras el ataúd de Chejov marcharon unas cien personas, no más, recuerdo mucho dos abogados, ambos con zapatos nuevos y corbatas de colores: dos novios. Yendo detrás de ellos, yo oía cómo uno, V.A. Maklákov, hablaba de la inteligencia de los perros; el otro, un desconocido, elogiaba las comodidades de su casa de campo y la belleza del paisaje de los alrededores. Y cierta dama con un vestido lila, yendo bajo una sombrilla de encaje, convencía a un viejo con gafas de carey:
-Ah, él era asombrosamente gentil, y tan ingenioso…
El viejo tosía desconfiado. Era un día caluroso, polvoriento. Delante de la procesión iba, de modo majestuoso, un inspector de policía gordo en un caballo blanco gordo. Todo eso y muchas cosas más eran algo cruelmente trivial, e incompatible con la memoria de un artista grande y fino2.


1Maxím Górkii escribe a su esposa, Ekaterina Pechkóva, el 11 o 12 de julio de 1904: “Antón Pávlovich, a quien le chocaba todo lo trivial y vulgar, fue traído en un vagón “para la carga de ostras frescas”, y enterrado junto a la tumba de Olga Kukariétkina, la viuda de un cosaco. Eso son pequeñeces, mi amiga, sí, pero cuando yo recuerdo el vagón y a la Kukariétkina, el corazón se me encoge, y estoy dispuesto a aullar, rugir y pelearme por la indignación, la rabia. A él le dará lo mismo, como si llevan su cuerpo en una canasta para la ropa blanca sucia, pero a nosotros, la sociedad rusa; yo no puedo perdonar el “vagón para ostras”. En ese vagón está, precisamente, esa trivialidad de la vida rusa, esa incultura suya que siempre perturbó tanto al difunto” (Górkii, t. 28, p. 310).
2Es increíble, parece una escena de un cuento de Antón Chejov (N. del T.).

Continuará…

Imagen: Ilya Repin, Krestny Khod in Kursk Gubernia (detail), 1883.