martes, 24 de junio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


Poseía el arte de encontrar y resaltar la trivialidad en todas partes, un arte que es asequible sólo al hombre de elevadas exigencias en la vida, que se crea sólo con el deseo ardiente de ver a las personas sencillas, bonitas y armónicas. La trivialidad siempre encontró en él un juez cruel y agudo.
Alguien me contaba delante de él, que el editor de una revista popular, un hombre que siempre razonaba sobre la necesidad del amor y la caridad hacia las personas, sin fundamento por completo, insultó a un conductor en el ferrocarril y que, en general, ese hombre trataba de modo muy grosero a las personas que dependían de él.
-Bueno, no faltaba más -dijo Antón Pávlovich sonriendo sombríamente, -es un aristócrata, un ilustrado... ¡él estudió en el seminario pues! Su padre andaba en alpargatas, y él lleva botas de charol...
Y en el tono de esas palabras había algo, que al instante hacía al "aristócrata" ínfimo y ridículo.
-¡Un hombre muy talentoso! -decía de un periodista. -Siempre escribe de forma tan generosa, humana... alimonada. A su mujer la trata de imbécil delante de la gente. La habitación de la servidumbre en su casa es húmeda, y las doncellas siempre contraen reuma...
-¿Y a usted, Antón Pávlovich, le gusta N.N.?
-Sí... mucho. Un hombre agradable –convenía Antón Pávlovich. -Lo sabe todo. Lee mucho. A mí me pidió tres libros. Es distraído, hoy le dice que usted es una persona excelente, y mañana le informa a alguien, que usted le robó unos calcetines de seda al marido de su amante, negros, con rayas azules...
Alguien delante de él, se quejaba de lo aburridas y pesadas que eran las secciones "serias" en las revistas gruesas.
-Y usted no lea esos artículos -le aconsejó Antón Pávlovich convencido. –Eso es literatura amistosa pues, literatura de compañeros. Los componen los señores Krasnóv, Chernóv y Bielóv1. Uno escribe un artículo, el otro le replica, y el tercero concilia las contradicciones de los primeros. Parece como si jugaran al wint con un imbécil. ¿Y para qué le hace falta todo eso al lector?, ninguno de ellos se lo pregunta.
Una vez vino a verlo cierta dama rolliza, saludable, bonita, bien vestida, y empezó a hablar “a lo Chejov":
-¡Es aburrido vivir, Antón Pávlovich! Todo es tan gris: la gente, el cielo, el mar, hasta las flores me parecen grises. Y no tengo el deseo... el alma angustiada... Es como una enfermedad...
-¡Y es una enfermedad! -dijo Antón Pávlovich convencido. -Es una enfermedad. En latín se llama morbus fingidus2.
La dama, para su suerte, por lo visto, no sabía latín, o acaso ocultó que sabía.
-Los críticos se parecen a los tábanos, que molestan al caballo al arar la tierra -decía sonriendo con su sonrisa maliciosa. -El caballo trabaja, pone todos sus músculos tensos, como las cuerdas de un contrabajo, y en la grupa se le posa un tábano que lo pica, y zumba. Tiene que sacudir la piel y agitar la cola. ¿Por qué zumba? Apenas él mismo lo entiende. Simplemente, su carácter es inquieto, y quiere anunciarse a sí mismo, ¡pues yo también vivo en la tierra! ¿Ven pues?, ¡puedo hasta zumbar, puedo zumbar sobre todo! Yo hace veinticinco años que leo las críticas de mis cuentos, y no recuerdo ni una observación valiosa, ni he oído un buen consejo. Sólo una vez Skabichévskii3 me produjo una impresión, escribió que yo moriría en estado de ebriedad junto a una cerca…
En sus ojos grises, tristes, casi siempre chispeaba una fina sonrisa maliciosa, pero a veces esos ojos se volvían fríos, agudos y bruscos; en esos instantes, su voz flexible e íntima sonaba más dura, y entonces me parecía que este hombre humilde y suave, si lo hallara necesario, podría pararse firme y fuerte contra una fuerza enemiga, y no cederle.
Y a veces me parecía, que en su relación con las personas había una sensación de cierto desespero, cercano a una fría, silenciosa desolación.
-¡Extraño ser, el ruso! -me dijo una vez. -En él, como en un tamiz, no queda nada. En su juventud llena su alma ávidamente, con todo lo que le caiga en la mano, y después de los treinta le queda como una basura gris. Para vivir bien, como las personas, ¡hay que trabajar! Trabajar con amor, con fe. Y entre nosotros no saben eso. El arquitecto, construidas dos-tres casas decentes, se sienta a jugar a las cartas, juega toda su vida o se la pasa tras los bastidores del teatro. El doctor, si tiene práctica, deja de seguir la ciencia, no lee nada más que Las novedades terapéuticas, y a los cuarenta años está seriamente convencido, de que todas las enfermedades proceden del resfriado. Yo no encontré ni a un funcionario, que entendiera, siquiera un poquito, el sentido de su trabajo: comúnmente, está en la capital o en una ciudad de gobierno, escribe papeles y se los envía a Zmíev y Smórgon para su ejecución. Pero a quién de Zmíev y Smórgon esos papeles van a privar de su libertad de circular, sobre eso el funcionario piensa tan poco, como el ateo en las penas del infierno. Hecho un nombre con una defensa acertada, el abogado ya deja de preocuparse por la defensa de la verdad, y defiende sólo el derecho a la propiedad, juega en las carreras, come ostras y se presenta como un fino conocedor de todas las artes. El actor, interpretado dos-tres papeles de modo pasadero, ya no se aprende más papeles, sino se pone un cilindro y piensa que es un genio. Toda Rusia es un país de ciertas gentes avariciosas y perezosas: comen mucho, terriblemente, toman, les gusta dormir de día y roncan en sueños. Se casan para el orden en la casa, y se hacen de amantes para tener prestigio en la sociedad. Su psicología es perruna: les pegan, aúllan bajito y se esconden en su perrera, los acarician, y se echan de espaldas patas arriba, y mueven las colitas...
Un desprecio frío y angustiado se traslucía en sus palabras. Pero, al despreciar, compadecía, y cuando delante de él vejaban a alguien, Antón Pávlovich intercedía al instante:
-Bueno, ¿para qué ustedes? Él ya es un viejo, tiene setenta años pues...
O:
-Él aún es joven pues, eso es por estupidez…
Y cuando hablaba así, yo no veía aprensión en su rostro...

1Los señores Rojo, Negro y Blanco.
2Morbus fingidus, enfermedad fingida.
3Alexánder Skabichévskii, crítico literario, publicista. En su artículo Los cuentos abigarrados, Skabichévskii escribe que “Chejov malgasta su talento en tonterías, y escribe lo primero que le venga a la cabeza, sin meditar mucho tiempo el contenido de sus cuentos”, y después habla del “destino de los escritores gaceteros”, a quienes “les toca morir en el olvido absoluto en algún lugar, junto una cerca” (El Heraldo del norte, Nº 6, 1886).

Continuará…

Imagen: Ferdinand Georg Waldmüller, Señora Magdalena Werner, 1835.