miércoles, 7 de mayo de 2008

La sangre fría


El largo tren de mercancías ya hace tiempo que está parado en el apeadero. La locomotora no emite ni un sonido, como si se hubiera apagado, cerca del tren y en las puertas del apeadero no hay ni un alma.
Desde uno de los vagones va una franja de luz pálida, que se arrastra por los rieles de la vía de cambio. En ese vagón, sobre un capote de fieltro tendido, hay dos hombres sentados: uno, un viejo con una ancha barba canosa, una pelliza corta y un alto gorro de añino, parecido a una papája1; el otro, un joven imberbe, con una levita de paño gastada y unas altas botas fangosas. Son los expedidores de mercancías. El viejo está sentado con las piernas tendidas hacia adelante, calla y piensa en algo; el joven está semi-acostado y toca un acordeón barato apenas audiblemente. Junto a ellos, en la pared, cuelga un farol con una vela de cebo.
El vagón está lleno de carga. Si observar esa carga a través de la luz opaca del farol, al primer instante se presenta a los ojos algo deforme, monstruoso, indudablemente vivo, algo muy parecido a los cangrejos gigantes que mueven las pinzas y las antenas, se aprietan y trepan sin sonido por la pared resbalosa hacia el techo; pero observamos con más atención, y en la tiniebla empiezan a surgir claramente los cuernos y sus reflejos, luego los largos lomos flacos, la lana sucia, las colas, los ojos. Son los toros y sus sombras. Todos los toros en el vagón son ocho. Unos, volteados, miran a la gente y agitan las colas, otros intentan acostarse o pararse más cómodos. Les es estrecho. Si uno se acuesta, los restantes deben estar parados y apretarse unos contra otros. No hay ni pesebres, ni postes, ni lechos de paja, ni jirones de heno...
Después de un largo silencio, el viejo saca del bolsillo una saboneta plateada y se informa de qué hora es: las dos y cuarto.
-Ya llevamos dos horas parados, -dice bostezando. –Hay que ir a apurarlos, si no vamos a estar parados aquí hasta la mañana. Se durmieron, o sabe Dios qué hacen ahí.
El viejo se levanta y, junto con su larga sombra, baja con cuidado del vagón a la tiniebla. Se encamina a lo largo del tren hacia la locomotora y, pasado unas dos decenas de vagones, ve el horno rojizo abierto; enfrente del horno está sentada inmóvil una figura humana; su visera, nariz y rodillas están teñidas de color púrpura, todo lo restante es negro y apenas se delinea en la tiniebla.
-¿Vamos a estar parados aquí largo tiempo aún? –pregunta el viejo.
No hay respuesta. La figura inmóvil, evidentemente, duerme. El viejo grazna con impaciencia y, encogiéndose por la humedad abundante, sortea la locomotora; además, la luz vívida de los dos faroles le golpea los ojos por un instante, y la noche se le hace por eso más negra, va hacia el apeadero.
La plataforma y los peldaños del apeadero están mojados. En algún lugar blanquea una nieve que se derrite, caída hace poco. El mismo apeadero está iluminado y bien calentado, como un baño. Huele a keroseno. Excepto unas pesas decimales y un pequeño diván amarillo, en el que duerme un hombre con uniforme de conductor, en el local no hay ningún mueble. A la izquierda dos puertas abiertas por completo. En una de ellas se ve la máquina del telégrafo y una lámpara de pantalla verde, en la otra un aposento pequeño, ocupado a la mitad por un armario oscuro. En ese aposento, en la repisa, están sentados el conductor y el maquinista. Ambos consideran cierto gorro entre sus manos y discuten.
-Esto no es castor verdadero, sino polaco, -dice el maquinista. –Los castores verdaderos no son así. ¡Todo este gorro, si desea saber, tiene un precio máximo de cinco zelkóvis2!
-Entiende usted mucho… -se ofende el conductor. -¡Cinco zelkóvis! Y ahora pues, le vamos a preguntar al mercader. Señor Malájin, -se dirige al viejo, -¿cómo cree: esto es castor verdadero, o polaco?
El viejo Malájin toma el gorro en sus manos y, con aire de conocedor, palpa la piel, la sopla, la huele, y en su rostro enojado estalla, de pronto, una sonrisa despectiva.
-¡Debe ser, polaco! –dice con júbilo. –Es polaco.
Empieza una discusión. El conductor demuestra que el gorro es de castor verdadero, y el maquinista y Malájin intentan convencerlo de lo contrario. En medio de la discusión, el viejo recuerda de pronto el objetivo de su llegada.
-¡Castor o no castor, gorro o no gorro, y el tren está parado, señores! –dice. -¿Qué pues? ¿A quién esperamos? ¡Vamos!
-Vamos, -conviene el conductor. –Nos fumamos un cigarrillo más, y nos vamos. Sólo que no hay por qué apurarse… ¡De todos modos nos van a retener en la estación!
-¿Eso, a santo de qué?
-Y así… Nos tardamos demasiado… Si te tardas en una estación, pues en las otras te retienen a la fuerza, para darle paso a los de encuentro. Ve siquiera ahora, siquiera por la mañana, y de todos modos ya no nos tocará ir con el número catorce. Vamos a ir, debe ser, con el veintitrés.
-¿Eso pues, por cuál?
-Pues por tal cual.
Malájin mira al conductor con aire observador, piensa y farfulla de modo maquinal, como para sí:
-Que me castigue Dios, lo conté, y hasta lo apunté en el librito: en todo el camino, estuvimos parados treinta y cuatro horas demás. Me van a llevar hasta tal punto, señores, que se me van a morir los toros, o no me van a dar, cuando llegue al lugar, ni dos rublos por la carne. ¡Esto no es un viaje, sino una pura ruina!
El conductor arquea las cejas y suspira con tal expresión, como si quisiera decir: “¡Por desgracia, todo eso es verdad!” El maquinista calla y examina el gorro con aire pensativo. Por los rostros de ambos, se ve que tienen cierta idea secreta común, que no expresan no porque quieran ocultarla, sino porque tales ideas se trasmiten mucho mejor con el silencio, que con las palabras. Y el viejo entiende. Mete la mano en su bolsillo, saca de ahí un billete de diez rublos y, sin preámbulo, sin cambiar ni el tono de su voz ni la expresión de su rostro, sino con la seguridad y la franqueza con que dan y aceptan los sobornos, probablemente, sólo los hombres rusos, le tiende el billete al conductor. Éste lo toma callado, lo dobla en cuatro y, sin prisa, se lo pone en el bolsillo. Después de eso, todos los tres salen del aposento y, tras despertar por el camino al conductor dormido, van a la plataforma.
-¡Qué tiempo! –grazna el conductor, y los hombros se le estremecen. -¡No se ve ni pizca!
-Sí, un tiempo de lobos…
Por la ventana se ve, cómo junto a la lámpara verde y la máquina del telégrafo aparece la cabeza rubia del telegrafista; junto a éste se muestra pronto otra cabeza barbuda y con una visera roja, debe ser el jefe del apeadero. El jefe se inclina hacia la mesa, lee algo en un impreso azul y pasa su cigarrillo a lo largo de la línea con rapidez… Malájin va a su vagón.
Su acompañante, el joven, está semi-acostado como antes y toca el acordeón apenas audiblemente. Es un imberbe, casi un chico aún; su rostro obeso, blanco, de pómulos anchos, está pensativo de modo infantil, sus ojos miran no como los de los mayores, sino con tristeza y humildad, pero todo él es ancho, recio, pesado y tan grosero como el viejo; no se mueve ni cambia de pose, como si no tuviera fuerzas para poner en movimiento su cuerpo robusto. Que se mueva un poco y al instante, al parecer, se romperá algo en él, o resonará un golpe, del que se asustarán los toros y él mismo. De sus dedos grandes, gordos, que eligen con torpeza las teclas y las válvulas del acordeón, fluyen sin cesar sonidos menudos, débiles, que se funden en un motivo sencillo, monótono; él escucha y, por lo visto, está muy satisfecho con su música.
Se oye una llamada, pero tan apagada, como si llamaran no en la cercanía, sino en algún lugar muy lejano. Tras ésta sigue al instante una segunda llamada apurada, después una tercera y el silbido del conductor. Pasa un minuto en profundo silencio, el vagón no se mueve, está parado en el lugar, pero de abajo empiezan a oírse ciertos sonidos indefinidos, parecidos al crujir de la nieve bajo los patines; el vagón se estremece y los sonidos se acallan. Sobreviene un silencio de nuevo. Pero he aquí resuena el rechinar de los buffers3, el vagón se estremece por un fuerte empujón, como si diera un saltito, y todos los toros caen unos sobre otros.
-¡Que te tiren así en el otro mundo! –rezonga el viejo arreglando su gorro alto, que se fue con el empujón hacia la nuca. -¡Así me va a rematar todo el ganado!
Yásha se levanta callado y, tomando a un toro caído por el cuerno, lo ayuda a pararse sobre sus patas… Tras el empujón sobreviene un silencio de nuevo. De abajo del vagón se oyen los sonidos de la nieve crujiente, y parece que el tren arrancó hacia atrás levemente.
-Ahora va a tirar de nuevo, -dice el viejo.
Y realmente, por el tren pasa un temblor con rapidez, resuena un crujido, el vagón se estremece y los toros caen de nuevo unos sobre otros.
-¡Una tarea! –dice Yásha, prestando oídos. –Debe ser un tren pesado. No se mueve de ningún modo.
-Antes no era pesado, y ahora de pronto se puso pesado. No, hermano, eso, entonces el conductor no compartió. Ve pues y llévale, si no va a tirar hasta la mañana.
Yásha toma del viejo un billete de tres rublos y salta del vagón. Sus pasos pesados resuenan apagados fuera del vagón, y se acallan gradualmente. Silencio… En el vagón contiguo un toro muge extendida y suavemente, como si cantara.
Yásha regresa. Al vagón entra un viento húmedo, frío.
-Cierra pues la puerta, Yásha, y vamos a acostarnos, -dice el viejo. -¿Para qué prender una vela en vano?
Yásha corre la puerta pesada, resuena el silbido de la locomotora y el tren arranca.
-¡Hace frío! –farfulla el viejo, tendiéndose sobre el capote y poniendo la cabeza en el hatillo. -¡Otro asunto en casa! Hay calor, está limpio, blando, hay donde rezarle a Dios, y aquí estamos peor que los cerdos. Ya hace cuatro días que no nos quitamos las botas.
Yásha, tambaleándose con el balanceo del vagón, abre el farol y, con los dedos mojados, oprime el pabilo. La vela relumbra, chispea como una sartén y se apaga.
-Sí, hermano… -continúa Malájin, oyendo cómo Yásha se acuesta a su lado, y aprieta su espalda enorme contra su espalda. –Hace frío. Sopla por todas las rendijas. Si tu madre o tu hermana durmieran una noche aquí, estirarían la pata para la mañana. Así pues, hermano, no quisiste estudiar ni ir al gimnasio, como tus hermanos, y lleva toros pues con tu padre. Tú mismo eres el culpable, quéjate de ti mismo… Tus hermanos pues, duermen ahora en sus camas, tapados con las cobijas, y tú, indolente y holgazán, en una línea con los toros… Sí…
Por el ruido del tren no se oyen las palabras del viejo, pero él aun farfulla largo tiempo, suspira y grazna. El aire frío del vagón se hace más denso y sofocante. El olor agudo del estiércol fresco y el chamusco de la vela lo hacen tan repulsivo y húmedo, que al dormido Yásha le empieza a picar la garganta y dentro del pecho. Él tose con picor y estornuda, y el viejo habituado, como si no fuera nada, respira a todo pecho y sólo grazna un poco.
A juzgar por el balanceo del vagón y el golpeteo de las ruedas, el tren vuela con rapidez y de modo irregular. La locomotora respira con dificultad, jadea no al compás del ruido del tren y, en general, resulta una suerte de borbotón. Los toros se aprietan inquietos y golpean las paredes con los cuernos.
Cuando el viejo se despierta, por las rendijas del vagón y la pequeña ventana abierta asoma el cielo azul de la mañana temprana. Siente un frío insufrible, en particular en la espalda y las piernas. El tren está parado. Yásha, soñoliento y sombrío, batalla con los toros.
El viejo se despierta de mal humor. Ceñudo y severo, grazna enojado y mira de soslayo a Yásha, que apoya con su hombro poderoso el pecho del toro y, tras levantarlo levemente, intenta desenredar sus patas.
-Te lo decía ayer, que las sogas están largas, -rezonga el viejo, -pues no, “¡no están largas, papásha!” No se te puede obligar a nada, todo lo haces a tu modo… Imbécil.
Enojado, descorre la puerta, y en el vagón irrumpe la luz. Precisamente, enfrente de la puerta está parado un tren de pasajeros, y tras éste hay un edificio rojizo con un tejadillo: alguna estación grande con buffet. Los techos y las plataformas de los vagones, la tierra, las traviesas, todo está cubierto por una fina capa de nieve afelpada, recién caída. Por los espacios entre los vagones del tren de pasajeros, se ve cómo pululan los pasajeros y se pasea un gendarme pelirrojo, de rostro colorado; un lacayo de frac y con una pechera blanca como la nieve, que no durmió lo suficiente, aterido y, probablemente, muy insatisfecho con su vida, corre por la plataforma y lleva en una bandeja un vaso de té con dos bizcochos.
El viejo se levanta y empieza a rezar hacia el este. Yásha, terminado con el toro y puesta la pala en una esquina, se coloca a su lado y reza también. Él sólo mueve los labios y se persigna, y el padre susurra en voz alta y, al final de cada plegaria, pronuncia en voz alta y claramente.
-¡…y por la vida del próximo siglo, amén! -dice el viejo en voz alta, aspira aire para sí, y al momento susurra otra plegaria, y al final recalca con fuerza y claridad: -¡y sean puestos en el altar tus becerros!
Dichas sus plegarias, Yásha se persigna apurado y dice:
-Dígnese cinco kópeks.
Y recibido el quinto, toma una tetera de cobre rojizo y corre a la estación por agua caliente. A grandes saltos por las traviesas y los rieles, dejando huellas enormes en la nieve afelpada, y vertiendo desde la tetera por el camino el té de ayer, entra corriendo al buffet y golpea su vasija con el quinto de modo ruidoso. Desde el vagón se ve, cómo el vendedor aparta con su mano la gran tetera, y no conviene en darle por un quinto casi la mitad de su samovar, pero el mismo Yásha abre el grifo y, abriendo los codos para que no lo molesten, llena de agua caliente su tetera entera.
-¡Maldito canalla! –le grita por detrás el vendedor, cuando él corre de vuelta al vagón.
Con el té, el rostro sombrío de Malájin se aclara un poco.
-Beber y comer sabemos, pero de los asuntos no nos acordamos, -dice. –¡Ayer, todo el día sólo supimos beber y comer, y seguro nos olvidamos de apuntar los gastos! ¡Qué memoria, Señor!
El viejo recuerda en voz alta los gastos de ayer, y apunta en un librito de apuntes desaliñado dónde y cuánto les fue dado a los conductores, los maquinistas, los engrasadores...
Entre tanto el tren de pasajeros ya hace tiempo se fue, y por la vía libre, hacia adelante y atrás, como parece, sin ningún objetivo definido, sino simplemente gozando de su libertad, corre la locomotora de guardia. El sol ya salió y juega por la nieve, del tejadillo de la estación y del techo de los vagones caen gotas luminosas.
Atiborrado de té, el viejo arrastra los pies con pereza del vagón a la estación. Allí, en el medio del salón de primera clase, están parados el conocido conductor y el jefe de estación, un joven de barbita bonita y con un excelente paletó crujiente. El joven, probablemente por la no costumbre de estar parado en un lugar, cambia con gracia, como un buen caballo de carrera, una pierna por la otra, mira a los costados, hace el saludo militar a casi todos los pasantes por su lado, sonríe, entorna los ojos… Es de mejillas rosadas, saludable, está contento, su rostro emana inspiración y tal frescura, como si recién hubiera caído del cielo con la nieve afelpada. Al ver a Malájin, el conductor suspira con aire culpable y abre los brazos.
-¡No nos toca ir con el número catorce! –dice. –Nos tardamos mucho. Ya otro tren fue con ese número.
El jefe de estación examina ciertos impresos con rapidez, después pasa sus ojos azules exaltados a Malájin y, sonriendo, emanando frescura ante él, lo colma de preguntas:
-¿Usted es el señor Malájin? ¿Usted tiene toros? ¿Ocho vagones? ¿Cómo hacer ahora pues? Usted se tardó, y el número catorce yo ya lo solté por la noche. ¿Qué vamos a hacer ahora pues?
El joven, con dos dedos rosados, toma con cuidado a Malájin por la piel de la pelliza corta y, cambiando una pierna por la otra, con cariño y convicción, le explica que tales números ya se fueron, y tales se irán, que él está dispuesto a hacer por Malájin todo lo que dependa de él. Y por su rostro se ve, que está realmente dispuesto a hacer algo agradable no sólo por Malájin, sino incluso por el mundo entero, ¡así está de dichoso, satisfecho y contento! El viejo escucha y, aunque no entiende nada en absoluto de la ingeniosa numeración ferroviaria, asiente con la cabeza con aprobación, y él mismo toca con dos dedos la lana tierna del paletó crujiente. Le agrada ver y escuchar a un joven decente y cariñoso. Para mostrar por su parte su disposición, saca un billete de diez rublos, tras pensarlo, agrega a éste dos billetes más, y se los tiende al jefe de estación. Éste los toma, hace el saludo militar y se los mete con gracia en el bolsillo.
-¿Miren qué, señores, no podemos arreglarlo de esta forma? -dice iluminado por una idea nueva, que recién le vino. –El tren militar se tardó… éste, como ve, no está… ¿Así, no se marcharía usted por el tren militar? Y al militar ya, lo suelto con el número veintiocho. ¿Ah?
-Es posible, -conviene el conductor.
-¡Y excelente! –se contenta el jefe de estación. -¡En ese caso, no tiene nada que esperar aquí, váyase ahora mismo! ¡Yo lo envío ahora! ¡Excelente!
Le hace el saludo militar a Malájin y, leyendo el impreso por el camino, corre a su oficina. El viejo está muy satisfecho con la plática reciente; sonríe y recorre con la mirada toda la sala, como buscando: ¿no hay allí aún algo agradable?
-Y nosotros, de todas formas, vamos a tomar, -dice tomando al conductor por el brazo.
-Como que aún es temprano para tomar.
-No, usted ya permítame invitarlo por amabilidad.
Ambos van al buffet. Después de beber, el conductor elige largo tiempo qué podría picar.
Es un hombre maduro, sumamente gordo, con un rostro desteñido, mofletudo. Su gordura es desagradable, adiposa, con el amarillento que tienen las personas que beben mucho y duermen a deshora.
-Y ahora se puede tomar la segunda, -dice Malájin. –Ahora hace un tiempo frío, no es pecado tomar. Coma, le ruego humildemente. Así, entonces, confío, señor conductor, que en todo el camino no va a haber ningún obstáculo ni disgusto. Porque, sabe, en nuestro asunto ganadero, cada hora vale. Hoy la carne tiene un precio, y mañana miras, tiene otro. Te tardas por un día, por dos, y no llegas en precio, y en lugar de cobrar la ganancia, miras, y llegas a casa, disculpe, sin pantalón. Coma, le ruego humildemente… Yo confío en usted, y en cuanto al convite, o lo que desee, yo, por amabilidad, puedo honrarlo en cualquier momento.
Tras alimentar al conductor, Malájin regresa a su vagón.
-Ahora me conseguí el número militar, -le dice al hijo. –Vamos a ir rápido. El conductor dice, que si vamos todo el tiempo con ese número, pues mañana, a las ocho de la noche, vamos a estar en el lugar. Si no gestionas, hermano, no recibes… Así pues… Mira pues, y aprende…
Después de la primera llamada, se acerca a las puertas del vagón un hombre con el rostro negro de hollín, en blusa y con un pantalón fangoso, gastado, por fuera. Es el engrasador, que recién se arrastraba por debajo de los vagones y golpeaba las ruedas con un martillo.
-Señores, ¿esos vagones con toros, son suyos? -pregunta.
-Nuestros, ¿y qué?
-Y que dos vagones están malos. No se puede soltarlos, hay que dejarlos aquí para el arreglo.
-¡Bueno sí, delira más! Simplemente, quieres tomar, agarrar un soborno… Así lo hubieras dicho.
-Como le plazca, pero yo ahora estoy obligado a informar.
Sin turbarse y sin protestar, sino tranquilo, casi de modo maquinal, el viejo saca del bolsillo dos grívenniks4 y se los tiende al engrasador. Éste, muy tranquilo también, los toma y, mirando al viejo de modo bondadoso, empieza a conversar:
-A regatear, por lo tanto, va… ¡Buen asunto!
Malájin suspira y, mirando tranquilo el rostro negro del engrasador, le cuenta que el comercio de toros antes, realmente, daba ganancia, pero que ahora constituye un asunto arriesgado, y da pérdida.
-Ahí yo tengo un colega, -lo interrumpe el engrasador. –Si usted, señor mercader, le presentara algo a él…
Malájin le da al colega también… El tren militar va con rapidez, y está parado en las estaciones poco tiempo en comparación. El viejo está satisfecho. La impresión agradable dejada por el joven con el paletó crujiente, se asentó en él con fuerza, el vodka bebido le nubla la cabeza levemente, hace un tiempo magnífico y, por lo visto, todo está excelente. Habla sin descanso y, durante cada parada, corre al buffet. Sintiendo la necesidad de tener oyentes, arrastra al buffet ya al conductor, ya al maquinista, y bebe no de modo sencillo, sino largamente, con lamentos y choques de copas.
-Ustedes tienen su asunto, y nosotros el nuestro… -dice de modo bondadoso, sonriendo. –Dios nos dé a nosotros y a ustedes, y no como nos plazca, sino como a Dios…
Con el vodka, poco a poco, se excita y cae en un frenesí de actividad. Quiere gestionar, apurarse, hacer certificados, hablar sin descanso. Ya hurga en los bolsillos y los hatillos, y busca cierto impreso, ya recuerda algo que no puede recordar de ningún modo, ya saca la billetera y, sin ninguna necesidad, cuenta su dinero. Se revuelve, ayea, se aterra, junta las manos… Dispuestos ante sí las cartas y los telegramas de los comerciantes de carne capitalinos, las cuentas, los recibos de correo y de telégrafo, los impresos y su librito de apuntes, piensa en voz alta y exige que Yásha lo escuche.
Y cuando se cansa de leer impresos y hablar de precios, durante las paradas, corre por los vagones donde están sus toros, no hace nada y sólo junta las manos y se aterra.
-¡Ah, Dios mío, Dios mío! –dice con voz lastimera. -¡Santo mártir Vlásii! Aunque es un toro, aunque es un bicho, también quiere comer y beber pues, como las personas. Ya son cuatro días que no comen y no beben. ¡Ah, Dios mío, Dios mío!
Yásha, como hijo obediente, anda tras él y cumple sus órdenes. No le gusta que el viejo corre al buffet a menudo. Aunque le teme a su padre, no puede contenerse de la observación.
-¡Y usted ya empezó! –dice mirando al viejo con severidad. -¿Por cuál alegría? ¿Es su santo, o qué?
-No te atrevas a señalarle a tu padre carnal.
-Mira que moda tomó…
Cuando no es necesario andar tras su padre, Yásha todo el tiempo está sentado inmóvil sobre el capote de fieltro, y toca su acordeón. De vez en cuando sale del vagón y se pasea con pereza a lo largo del tren; se detiene junto a la locomotora y fija su larga mirada inmóvil en las ruedas, o en los obreros que arrojan leños al tender5; la locomotora caliente silba, los leños arrojados emiten un jugoso, saludable sonido de madera fresca; el maquinista y su ayudante, hombres de mucha sangre fría e indiferentes, hacen ciertos movimientos no entendibles, y no se apuran. Tras pararse junto a la locomotora, Yásha arrastra los pies con pereza hacia la estación; allí examina los entremeses del buffet, lee para sí en voz alta algún anuncio nada interesante y, sin prisa, regresa al vagón. Su rostro no expresa ni tedio, ni deseo; a él, por lo visto, resueltamente, le da lo mismo dónde estar: en la casa, en el vagón, cerca de la locomotora…
Hacia el atardecer el tren se detiene en una gran estación. Las luces de la línea recién se han prendido; contra el fondo azulado, en el aire fresco, diáfano, las luces son brillantes y pálidas, como las estrellas, son rojas y radiantes sólo bajo el tejadillo, donde ya está oscuro. Todas las vías están repletas de vagones y, al parecer, si viniera un tren nuevo, no se hallaría lugar para éste. Yásha corre a la estación por agua caliente para el té vespertino. Por la plataforma pasean damas bien vestidas y alumnos de gimnasio. A ambos lados de la estación, si echar un vistazo desde la plataforma a la lejanía, titilan en la tiniebla nocturna unas luces lejanas, es la ciudad. ¿Cuál? A Yásha no le interesa saberlo. Él ve sólo unas luces opacas y unos edificios menudos tras la estación, oye el grito de los cocheros, siente en el rostro un viento brusco, frío, y piensa que es una ciudad, probablemente, no bonita, no acogedora y aburrida…
Durante el té, cuando ya oscureció por completo, y en la pared del vagón cuelga un farol como el de ayer, el tren se estremece por un ligero empujón y va hacia atrás suavemente. Andado un poco, se detiene, se oyen gritos confusos, alguien golpea con cadenas cerca de los buffers y grita: “¡listo!” El tren arranca y va adelante. A los diez minutos lo arrastran hacia atrás de nuevo.
Al salir del vagón, Malájin no reconoce su tren. Sus ocho vagones con toros están parados en una hilera, junto con vagones-plataformas no elevados, que antes no estaban en el tren. En unas dos-tres plataformas hay morrillo arrojado, y las restantes están vacías. A lo largo del tren pululan conductores desconocidos. A las preguntas éstos responden no gustosos y sordamente. Ellos no están para Malájin: se apresuran a conformar el tren, para zafarse con la mayor rapidez e ir al calor.
-¿Cuál número es éste? –pregunta Malájin.
-¡El dieciocho!
-¿Y dónde está pues el militar? ¿Para qué me zafaron del militar?
Sin recibir respuesta, el viejo va a la estación. Busca primero al conductor conocido y, al no hallarlo, va a ver al jefe de estación. El jefe está sentado a la mesa en su aposento, y escoge con los dedos un fajo de ciertos impresos. Está ocupado y hace ver que no advierte al entrante. Su aspecto es imponente: su cabeza negra, pelada, sus orejas paradas, su nariz larga, encorvada, su rostro moreno, su expresión es severa y como que ofendida. Malájin empieza a exponerle largamente su pretensión.
-¿Qué pues? –pregunta el jefe. -¿Cómo? –se recuesta en el espaldar de la silla, y continúa turbado: -¿Qué pues? ¿Y por qué no va con el número dieciocho? ¡Hable más claro, no entiendo nada! ¿Cómo? ¿Me ordena partirme en pedazos?
Colma de preguntas y, sin ningún motivo visible, se torna más y más severo. Malájin ya busca en su bolsillo la billetera, pero el jefe, por fin ofendido y turbado no se sabe con qué, se levanta de la silla y sale corriendo del aposento. Malájin, encogiéndose de hombros, sale y busca con quién más hablar.
Por tedio acaso, por el deseo acaso de culminar un día de gestiones con alguna gestión nueva, o simplemente por que le cae ante los ojos una ventana pequeña con el letrero Telégrafo, se acerca a la ventana y anuncia su deseo de enviar un telegrama. Tomada la pluma, piensa y escribe en el impreso azul: “Urgente. Al jefe de tránsito. Ocho vagones de carga viva. Retienen en cada estación. Ruego dar número rápido. Respuesta paga. Malájin”.
Enviado el telegrama, va de nuevo al aposento del jefe de estación. Allí, en un divancito forrado de lienzo gris, está sentado cierto señor venerable con patillas, lentes y un gorro de castor; lleva puesta cierta pelliza extraña, muy parecida a una femenina, con ribete de piel, cordones y cortes en las mangas. Delante de él está parado otro señor, seco y nervudo, con uniforme de inspector.
-Perdone, -cuenta el inspector, dirigiéndose al señor de la pelliza extraña. –¡Yo ahora le voy a contar tal hecho, que mis respetos! La vía Z-ii le robó a la vía N-ii, del modo más tranquilo, trescientos vagones comerciales. ¡Es un hecho! ¡Lo juro por Dios! ¡Se los apropió, los repintó, puso sus reservados, y haga el favor! La vía N-ii manda a sus agentes por todas partes, busca, busca, y de pronto, se puede imaginar, le cae un vagón malo de la vía Z-ii. Lo está reparando en su depósito, y de pronto, mis respetos, ve su marca en las ruedas y los ejes. ¿Cómo es? ¿Ah? ¡Si yo hiciera eso, me mandarían a Siberia, y a las vías férreas, psss!
A Malájin le agrada hablar con personas inteligentes, instruidas. Se alisa la barba y se inmiscuye en la plática con aire respetable.
-Tomar de ejemplo ahora, señores, siquiera este hecho, -dice. –Yo llevo toros a J. Ocho vagones. Bien… Digamos ahora así: me cobran por cada vagón, como por 600 puds6 de tracción. En ocho toros no hay seiscientos puds, sino mucho menos, ellos pues no toman eso en cuenta…
En ese momento, al aposento entra Yásha buscando a su padre. Escucha y quiere sentarse en la silla pero, probablemente, al recordar su peso, se aparta de la silla y se sienta en la repisa.
-Y ellos no toman eso en cuenta… -continúa Malájin, -y me cobran aún a mí y a mi hijo, por que vamos con toros, cuarenta y dos rublos, como por III clase. Éste es mi hijo Yákov, tengo aún dos más en casa, y esos por el lado científico. Bueno, y además, yo entiendo así, que las vías férreas las arruinaron los tratantes de ganado. Antes, cuando llevaban los rebaños, era mejor.
Habla el viejo de tendido y largo tiempo. Después de cada frase le echa un vistazo a Yásha, como deseando decirle: ¡mira cómo converso con las personas inteligentes!
-¡Perdone! –lo interrumpe el inspector. -¡Nadie se perturba, nadie critica! ¿Y por qué? ¡Muy sencillo! La infamia perturba y hiere los ojos sólo allí, donde es casual, donde viola la regla; aquí pues, donde está, mis respetos, constituye un programa apropiado hace tiempo, y entra en la base del mismo programa, donde cada traviesa lleva su huella y tiene su olor, entra demasiado rápido en la costumbre! ¡Síi!
Toca la segunda llamada. El señor del paletó crujiente se levanta. El inspector lo toma del brazo, continúa hablando de modo acalorado y se va con él a la plataforma. Después de la tercera llamada, al aposento entra corriendo el jefe de estación y se sienta a su mesa.
-Escuche, ¿con cuál número pues voy a ir? -le pregunta Malájin.
El jefe mira el impreso y dice turbado:
-¿Usted es Malájin? ¿Ocho vagones? Se le cobra un rublo por vagón y seis veinte por sello. Usted no tiene sellos. La suma es 14 rub. 20 kop.
Recibido el dinero, apunta algo, lo riega con talco y, tomando enojado un fajo de impresos de la mesa, sale del aposento con rapidez.
A las 10 de la noche Malájin recibe la respuesta del jefe de tránsito: “Dar preferencia”. Leído este telegrama, el viejo guiña un ojo con aire significativo y, muy satisfecho consigo, se lo pone en el bolsillo.
-Ahora, -le dice a Yásha. -Mira y aprende.
A medianoche su tren continúa adelante. La noche, como ayer, es oscura y fría, las estadías son largas. Yásha está sentado sobre el capote de fieltro y toca su acordeón impasible, y el viejo aún quisiera gestionar. En una de las estaciones le viene el deseo de levantar un acta. Por exigencia suya, el gendarme se sienta y escribe: “En el año de 188*, a 10 de noviembre, yo, el sub-oficial de la sección de Z-ii, de la dirección de policía y gendarmería de las vías férreas de N-ii, Iliá Shered, en base al artículo 11 de la ley del 19 de mayo de 1871, levanté esta acta en la estación X con el siguiente…”
-Después, ¿qué escribir? –pregunta el gendarme.
Malájin coloca ante él los impresos, los recibos de correo y de telégrafo, las cuentas… Qué necesita del gendarme, él mismo no lo sabe de modo definido; él quisiera describir en el acta no algún episodio aislado, sino todo su viaje, todas sus pérdidas, sus pláticas con los jefes de estación, describirlas de modo largo y mordaz.
-Y en la estación Z., -dice, -escriba: el jefe de estación zafó mis vagones del tren militar, que mi fisonomía no le gustó.
Y él quisiera que el gendarme mencione la fisonomía con seguridad. Éste escucha fatigado y, sin terminar de escuchar, continúa escribiendo. Su acta la termina así: “Lo arriba expuesto yo, el sub-oficial superior Shered, lo inscribí en esta acta, y resolví presentar ésta al jefe de sección de Z-ii, y dar copia de ésta al mercader Gavríla Malájin”. El viejo toma la copia, la junta con unos papeles, con los que llena su bolsillo lateral, y va muy satisfecho a su vagón.
Por la mañana Malájin se despierta de nuevo de mal humor, pero descarga su cólera ya no en Yásha, sino en los toros.
-¡Perdí los toros! –rezonga. -¡Los perdí! ¡Se van a morir! ¡Que Dios me castigue, se van a morir todos! ¡Tfú!
Los toros, que hace tiempo no beben, torturados por la sed, lamen la escarcha de las paredes y, cuando Malájin se les acerca, empiezan a lamerle su pelliza-corta fría. Por sus ojos claros, lacrimosos, se ve que están exhaustos por la sed y las sacudidas del vagón, hambrientos y angustiados.
-¡Mira, llévalos a ustedes, malditos! –rezonga Malájin. -¡Si se murieran pronto, o qué! Es repugnante verlos.
Al mediodía, el tren se detiene en una gran estación donde, por regla, se organiza un abrevadero para la carga viva. A los toros de Malájin les dan de beber, pero los toros no beben: el agua resulta demasiado fría…
Pasan dos días más y, finalmente, en la lejanía, en la neblina oscura, aparece la capital. El camino se termina. El tren se detiene sin llegar a la ciudad, cerca de una estación comercial. Los toros, soltados del vagón en libertad, se tambalean y tropiezan como si fueran por hielo resbaloso.
Terminado con la descarga y el examen veterinario, Malájin y Yásha se instalan en unos números sucios, baratos, en el límite de la ciudad, en la misma plaza donde se realiza el comercio de ganado. Viven en la suciedad, comen de modo repulsivo, como nunca comieron en su casa, duermen bajo los sonidos chillones de una mala orquesta, que toca día y noche en la taberna, debajo de los números. El viejo se va a algún lugar desde la mañana, a buscar compradores, y Yásha está sentado por días enteros en el número, o sale a la calle a echarle un vistazo a la ciudad capital. Ve una plaza fangosa, llena de estiércol, letreros de tabernas, el muro dentado de un monasterio en la neblina… De vez en cuando cruza la calle corriendo, y se asoma a la vitrina de una tienda de latas, contempla las latas de etiquetas en colores, bosteza y arrastra los pies con pereza hacia su número. La capital no le interesa.
Finalmente, le venden los toros a cierto mercader. Malájin alquila a unos arrieros. Todos los toros los dividen en partidas de diez cabezas cada una, y los arrean al otro extremo de la ciudad. Los toros, con las cabezas bajas, fatigados, van por las calles ruidosas, y miran con indiferencia lo que ven por primera y última vez en su vida. Los arrieros rotosos van tras ellos, con las cabezas bajas también. Están aburridos… de vez en cuando, algún arriero se estremece con una idea, recuerda que delante van unos toros que le han confiado y, para mostrarse un hombre ocupado, levanta el brazo y le pega con el palo al toro por el lomo. El toro tropieza por el dolor, corre unos diez pasos adelante y echa un vistazo a los costados con tal expresión, como si le diera vergüenza que le peguen delante de gente extraña.
Vendidos los toros y compradas para la familia unas golosinas, que podían haber comprado en casa, Malájin y Yásha se disponen al camino de regreso. Tres horas antes de la salida del tren el viejo, que ya bebió con el comprador y por eso anda afanoso, baja con Yásha a la taberna y se sienta a tomar té. Como todos los provincianos, no puede beber ni comer solo: necesita una compañía tan afanosa y reflexiva como él.
-¡Llama al dueño! –le dice al mozo. –Dile, que deseo convidarlo por amabilidad.
El dueño, un hombre saciado y totalmente indiferente a sus posaderos, viene y se sienta a la mesa.
-¡Bueno, regateamos! –le dice Malájin riéndose. –Cambiamos la cabra por el gavilán. ¿Y cómo pues?, veníamos aquí, la carne estaba a tres noventa, y llegamos, ya estaba a tres y un cuarto. Dicen que nos tardamos, había que haber llegado tres días antes, por que ahora la demanda de carne no es ésa, llegó la vigilia de Felipe… ¿Ah? ¡Una pura barahunda! Por cada toro tuve una pérdida de catorce rublos. Y juzgue usted: ¿el traslado de un toro, cuanto cuesta? Quince rublos la tarifa, y ponga seis rublos por cada toro, el schacher-macher7, los sobornos, el convite, esto, lo otro…
El dueño escucha por decencia y sorbe té no a gusto. Malájin ayea, junta las manos, se burla de su fracaso, pero por todo se ve, que la pérdida que le han acarreado le inquieta poco. A él le da lo mismo la pérdida, la ganancia, sólo con tal de tener oyentes, tener qué gestionar y no tardarse de algún modo para el tren.
A la hora Malájin y Yásha, cargados de saquitos y maletas, bajan desde los números hacia la salida, para sentarse en el coche e ir a la estación. Los acompañan el dueño, los mozos de corredor y ciertas mujeres. El viejo está conmovido. Reparte grívenniks por todos lados y dice cantando:
-¡Adiós, quédense saludables! Dios quiera que tengan de todo, Dios les dará cómo hace falta; si estamos vivos y saludables, vendremos de nuevo en Cuaresma. ¡Adiós! Gracias… ¡Dios quiera!
Sentado en el trineo, el viejo se quita el gorro y se persigna largo tiempo en dirección, hacia donde se oscurece en la tiniebla el muro del monasterio. Yásha se sienta a su lado al borde del asiento, y cuelga una pierna a un costado. Su rostro como antes es impasible, y no expresa ni tedio ni deseo. No se alegra de que va a casa, y no lamenta que no alcanzó a echarle un vistazo a la capital.
-¡Arranca!
El cochero fustiga al caballo y, volteándose, empieza a maldecir por el equipaje pesado y apilado.
 
1Papája, gorro de piel caucasiano.
2Zelkóvi (expresión familiar), rublo.
3Buffer, amortiguador de la locomotora, de los vagones.
4Grívennik (expresión familiar), moneda de diez kópeks.
5Tender, vagón que sigue la locomotora, lleva el combustible y el agua.
6Pud, antigua medida de peso rusa, igual a 16, 3 kg.
7Schacher-macher (vulgarismo), engañifa, embrollo, malas artes.

Título original: Jolodnaya krov, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1887, Nº 4193, con la firma: "An. Chejov".
Imagen: John Singer Sargent, Oxen in Repose, 1910.