miércoles, 12 de diciembre de 2007

Palabras, palabras y palabras1


En un gran diván de número estaba acostado el telegrafista Gruzdióv. Apoyando su cabeza rubia sobre sus puños, observaba a una pequeña muchacha pelirroja y suspiraba.
-Katia, ¿qué te hizo caer así? ¡Dime! -suspiró entre tanto Gruzdióv.- ¡Pero cómo te helaste!
En el patio era uno de los atardeceres de marzo más infames. Las llamas opacas de los faroles iluminaban apenas la nieve fangosa, diluida. Todo estaba mojado, fangoso, grisáceo... El viento silbaba de modo ligero, tímido, como si temiera que le prohibieran silbar. Se oía el chapoteo por el fango... ¡Repugnaba la naturaleza!
-Katia, ¿qué te hizo caer así? -preguntó otra vez Gruzdióv.
Katia miró a los ojos de Gruzdióv con timidez. Unos ojos honrados, cálidos, sinceros, así le parecía a ella. Y estas criaturas caídas rebuscan así en los ojos honrados, rebuscan y revuelan, como las mariposas alrededor del fuego. No las alimentes con trigo, sólo míralas con más calidez. Katia, tirando de los flecos del mantel, confundida, relató a Gruzdióv su mezquina novela. La novela más ordinaria, vil: él, la promesa, el engaño y demás.
-¡Qué clase de villano! -rezongó Gruzdióv, indignado. -¡Hay cada canallas, que se los lleve el diablo del todo! ¿Es rico, o qué?
-Sí, es rico.
-Así lo sabía... Y usted es bonita, ni qué decir. ¡Por qué a ustedes, las mujeres, les gusta tanto el dinero! ¿Para qué lo quieren?
-El juraba, que me proveería toda la vida -susurró Katia. -¿Acaso eso es malo? Y yo me dejé tentar... Tengo una madre vieja.
-Hum... ¡Qué infelices son ustedes, qué infelices! Y todo por una tontería, por una simpleza... ¡Pusilánimes son todas, las mujeres!.. Infelices, mezquinas... ¡Escucha, Katia! No es asunto mío, no me gusta meterme en los asuntos ajenos, ¡pero tú tienes una cara tan infeliz, que no tengo fuerzas para no meterme! ¿Katia, por qué no te corriges? ¿Cómo no te da vergüenza? Por todo pues se ve, que tú aún no te perdiste del todo, que el regreso aún es posible... ¿Por qué no intentas ponerte en el camino de la verdad? ¡Podrías Katia! Tienes una cara tan bonita, los ojos buenos, tristes... Y sonríes de un modo peculiar, simpático...
Gruzdióv tomó a Katia de las dos manos y, mirándole a través de los ojos al alma misma, le dijo muchas palabras bonitas. Hablaba en voz baja, con un tenor trémulo, con lágrimas en los ojos... Su aliento cálido bañaba todo su rostro, cuello...
-¡Es posible corregirse, Katia! Tú eres tan joven aún... ¡Prueba!
-Yo ya probé pero... no salió nada. Hubo de todo... Una vez fui hasta de sirvienta, aunque... ¡yo soy noble! Pensaba corregirme. Es mejor el trabajo más sucio, que nuestro asunto. Con un mercader ingresé... Viví un mes, y nada, se puede vivir... Pero la ama me celó con el amo, aunque yo no le prestaba atención; me celó, me echó, no había lugar y... empezó desde el principio de nuevo... ¡De nuevo!
Katia puso los ojos grandes, palideció y, de pronto, dio un aullido. En el número vecino alguien dejó caer algo: se asustó, debía ser. El llanto menudo, histérico se propagó a través de todos los delgados tabiques de los números. Gruzdióv se lanzó por agua. A los diez minutos, Katia estaba acostada en el diván y sollozaba:
-¡Soy vil, ruin! ¡Soy la peor de todas en el mundo! ¡Nunca me corregiré, nunca me corregiré, nunca me haré decente! ¿Acaso yo puedo? ¡Vulgar! ¿Te da vergüenza, te duele? ¡Así te lo mereces, canalla!
Katia dijo no mucho, menos que Gruzdióv, pero se podía entender mucho. Ella quería recitar la confesión completa, tan bien conocida de todo "pervertido honrado", pero no resultó nada de su discurso, excepto auto-bofetadas morales. ¡Se arañó toda el alma!
-¡Ya probé, pero no sale nada! ¡Nada! ¡Todo es sucumbir! -terminó con un suspiro y arregló sus cabellos.
El joven miró el reloj.
-¡No saldrá nada bueno de mí! Y a usted, gracias... Yo, por primera vez en la vida, oigo unas palabras tan cariñosas. Usted es el único que me ha tratado como a una persona, aunque yo soy indecente, ruin...
Y Katia, de pronto, dejó de hablar. Por su cerebro pasó como un rayo una novela corta, que había leído alguna vez, en algún lugar... El héroe de esa novela se llevaba a la caída a su casa y, tras cantarle todas las verdades, la conducía por el camino de la verdad y, tras convertirla, la hacía su amiga... Katia se quedó pensativa. ¿Acaso no era el héroe de una novela semejante este rubio Gruzdióv? Se parecía algo... Incluso se parecía mucho. Con el corazón latiendo, empezó a mirar su rostro. Las lágrimas, sin ton ni son, manaron de sus ojos de nuevo.
-¡Bueno, basta Katia, consuélate! -suspiró Gruzdióv, mirando el reloj. -Te vas a corregir, Dios dará, si lo quieres.
La llorosa Katia, con lentitud, se desabrochó los tres botones superiores de la pelliza. La novela del héroe elocuente se esfumaba en su cabeza...
En la ventilación, el viento aulló con desespero, como si viera, por primera vez en la vida, la violencia que podía ejercer a veces el pan de cada día. Arriba, en algún lugar lejano por el techo, rasgueaban una guitarra mala. Una música vulgar.

1“Palabras, palabras, palabras…”, frase de Hamlet (act. II, esc. II) en la tragedia homónima de William Shakespeare.

Título original: Slova, slova i slova, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 17, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: Valentin Serov, Portrait of Praskovya Mamontova, 1889.