sábado, 8 de diciembre de 2007

La obligación festiva


Maliciosos, simplones,

Viejas siniestras, viejos
decrépitos de embustes, de sandeces.
Griboyédov

Era un mediodía de año nuevo. La viuda del antiguo vice-gobernador de Chernogúbsk, Liudmíla Semiónovna, una pequeña viejecita de sesenta años, estaba sentada en su sala y recibía a los visitantes. A juzgar por la cantidad de fiambres y bebidas servidos en la sala, la cantidad de visitantes que se esperaba era grande, aunque por ahora se había presentado a felicitar por el año nuevo sólo uno: el consejero mayor del régimen de gobierno, Okúrkin, un hombre decrépito, con un rostro amarillento-verdoso y la boca torcida. Éste estaba sentado en un rincón, cerca del barrilito de oleandro y, aspirando rapé con cuidado, contaba a la “benefactora” las novedades citadinas.
-Ayer, mátushka, de la torre del bombero, por poco no se cayó un soldado borracho, -contaba. –Se inclinó, sabe, sobre la baranda, y la baranda ¡traj! Crujió, sabe... Por suerte, en ese momento, la esposa le llevaba el almuerzo a la baranda, y lo retuvo por el faldón. Si no fuera por la esposa, se hubiera caído, el granuja... Bueno... Y hace tres días, mátushka, su excelencia, en casa del inspector del banco Piértziev, hubo una asamblea... Todos los burócratas se reunieron a discutir sobre las visitas de hoy. Decidieron por unanimidad, los bromistas esos, no hacer visitas hoy.
-Bueno, eso ya tú, padrecito, trapaleas– rió la viejecita con malicia. -¿Cómo pues eso, arreglarse sin las visitas?
-Por Dios, su excelencia. Es asombroso, pero cierto... Acordaron todos, en lugar de las visitas, reunirse hoy en el club, felicitarse el uno al otro, y donar un rublo a favor de los pobres.
-No entiendo... –se encogió de hombros la ama. –Algo extraño cuentas pues...
-Así, mátushka, se hace ahora en muchas ciudades. No andan con felicitaciones. ¡Dan un rublo, y shabbath1! Je-je-je. No hace falta ni ir, ni felicitar, no hace falta gastarse en el cochero... Fuiste al club, y estate en casa.
-Eso es mejor, -suspiró la vieja. –Que no vengan. Para nosotros es más tranquilo...
Okúrkin soltó un suspiro fuerte, estrepitoso, movió la cabeza y continuó:
-Un prejuicio lo consideran... Les da pereza honrar al mayor, felicitarlo por la fiesta, ahí está el prejuicio. Ahora pues, a los mayores, no los consideran personas... No es lo que era antes.
-¿Y qué? –suspiró otra vez la ama. -¡Que no vengan! No quieren, y no hace falta.
-Antes, mátushka, cuando no había este liberalismo, las visitas no se consideraban un prejuicio. Iban de visita no ya por obligación, sino con sentimiento, con gusto... Pasaba, que recorrías todas las casas, te detenías en la acera y pensabas: “¿A quién honrar aún pues?” Queríamos, mátushka, a los mayores... ¡Un horror cómo los queríamos! Recuerdo que al finado Panteléi Stepánich, que Dios le dé el reino celestial, le gustaba que fuéramos honrosos... Guarde Dios, si pasaba que alguien no hacía la visita, ¡a regañadientes! ¡En unas pascuas, recuerdo, yo estaba enfermo de tifus! ¿Y qué cree usted pues, mátushka? Me levanté de la cama, recobré mis fuerzas escasas, y fui a ver a Panteléi Stepánich... Llego. ¡Tengo tanta calentura, tanta calentura! Quiero decir “feliz año nuevo”, y me sale “¡el flust le pega al triunfo!” Je-je... El delirio... Y recuerdo pues que Zméischev tenía viruela. Los doctores, por supuesto, prohibieron ir a verlo, y a nosotros qué nos importaban los doctores: fuimos a verlo y lo felicitamos. No lo considerábamos un prejuicio. Yo voy a tomar, mátushka, su excelencia...
-Toma, toma... De todas formas no va a venir nadie, no hay quien tome... Acaso, tus dirigentes vengan pues.
Okúrkin dejó de la mano sin esperanza y torció la boca en una sonrisa despectiva.
-Unos descarados... Todo el mundo está lleno.
-¿O sea, cómo es eso pues, Efím Efímich? –se asombró la vieja. -¿Y Vierjúshkin, por lo tanto, no va a venir?
-No va a venir... Está en el club...
-¡Pero si yo pues, soy la madrina del bandido ese! ¡Yo lo coloqué en el puesto!
-No lo siente... Ayer fue el primero que se presentó a Piértziev.
-Bueno, esos, así debe ser ya... Se olvidaron de la vieja y déjalos, pero para tus dirigentes es pecado. ¿Y Vánka Trújin? ¿Acaso él no va a venir?
Okúrkin dejó de la mano sin esperanza.
-¿Y Podsílkin? ¿También? ¡Pues yo a ese, al canalla ese, lo saqué del fango por la oreja! ¿Y Proriéjin?
La vieja nombró aun una decena de nombres, y cada nombre provocaba en los labios de Okúrkin una sonrisa amarga.
-¡Todos mátushka!, ¡no lo sienten!
-Gracias... –suspiró Liagávaya-Grizlóva, caminando con nerviosismo por la sala. –Gracias... Si les indigestó la benefactora... la vieja... si yo soy tan infame, repulsiva, pues deja...
La vieja se dejó caer en la butaca. Sus ojos arrugados empezaron a parpadear.
-Yo veo, que ya no les hago más falta a ellos. Y no hace falta... Vete y tú, Efím Efímich... No te retengo. Váyanse todos.
La ama se pegó al rostro un pañuelo y empezó a lloriquear. Okúrkin le echó una mirada, se rascó la nuca asustado y se acercó a ella con timidez...
-Mátushka... –dijo con voz llorosa. -¡Su excelencia! ¡Benefactora!
-Vete y tú... Márchate... Márchense todos...
-Mátushka, angelito mío... No llore... ¡Hijita! ¡Yo bromeaba!.. ¡Por Dios, bromeaba! Escúpame en la cara, en el morro viejo, si yo no bromeaba... ¡Todos van a venir! ¡Mátushka!
Okúrkin se puso de rodillas ante la vieja, tomó su mano venosa y se golpeó con ésta la calva.
-¡Pégueme, mátushka, ángel mío! ¡No bromees, malcarado! ¡No bromees! ¡Por la mejilla!, por la mejilla! ¡Así te lo mereces, trápala maldito!
-¡No, no bromeabas tú, Efím Efímich! ¡Mi corazón lo siente!
-¡Que se abra... que se raje la tierra bajo mis pies! Que no viva este día si... ¡Ahora va a ver! Y por ahora adiós, mátushka... No soy digno, por mis malas bromas, de recibir su halago. Me escondo... Me voy, y usted imagine que me echó, desconsiderado, malicioso. La manito... se la beso...
Okúrkin le besó la mano a la viejecita de forma absorbente y salió rápido...
A los cinco minutos andaba por el club. Los funcionarios ya se habían felicitado los unos a los otros, donado un rublo, y salían del club.
-¡Esperen! ¡Ustedes! –les agitó las manos Okúrkin. -¿Qué fue lo que inventaron, inteligentes? ¿Por qué no van a ver a Liudmíla Semiónovna?
-¿Acaso usted no lo sabe? ¡Visitas, nosotros ahora no hacemos!..
-Sé, sé... Merci a ustedes... Pero miren qué, civilizados... Si no van a ver ahora a la bruja, pues será una lástima para ustedes... ¡La reuma está llorando a lágrima viva! Les va a rezar una, que no se la deseo ni al tártaro. Lo siento.
Los funcionarios intercambiaron miradas y se rascaron las nucas...
-Hum... Pero si vamos a verla a ella, pues tendremos que ir a verlos a todos...
-¿Y qué hacer, queriditos? Y vayan a verlos a todos... No se les caerán las piernas... Por lo demás, por mí, como saben, como si no van... ¡Sólo que será peor para ustedes!
-¡El diablo sabe qué! ¡Pues nosotros ya pagamos un rublo! –gimió Yáshkin, maestro de la escuela del distrito...
-¿Un rublo?.. ¿Y el puesto, aún no lo perdiste?
Los funcionarios se rascaron otra vez y, hablando entre dientes, se dirigieron a la casa de Liagávaya-Grizlóva.

1Shabbath, sábado, descanso; (expresión popular), para, basta, deja, terminado.

Título original: Prazdnichnaya povinnost, publicado por primera vez en Razvliechenie, 1885, Nº 1, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Ivan Kramskoy, Portrait of V. Voyeykova, 1867.