domingo, 18 de noviembre de 2007

La cronología viviente


La sala del consejero civil Sharamuíkin envuelta en una agradable penumbra. Una gran lámpara broncínea de pantalla verde colorea de verde, à la “noche ucraniana”1, las paredes, los muebles, los rostros… De vez en cuando, en la chimenea apagada se enciende un leño ardiente, que inunda por un instante los rostros con la luz del resplandor del incendio, pero eso no estropea la armonía cromática general. El tono general, como dicen los pintores, se mantiene.
Ante la chimenea, en una butaca, en la pose del hombre que recién almorzó, está sentado el mismo Sharamuíkin, un señor maduro con patillas canosas de funcionario y unos ojos azules dóciles. Por su rostro se derrama la ternura, sus labios se contraen en una sonrisa triste. A sus pies, con los pies extendidos hacia la chimenea y desperezándose abúlicamente, está sentado en un banquito el vice-gobernador Lópniev, un hombre bravo de unos cuarenta años. Alrededor del piano retozan los hijos de Sharamuíkin: Nína, Kólia, Nádia y Vánia. Por la puerta ligeramente entreabierta, que conduce al gabinete de la sra. Sharamuíkina, penetra la luz tímidamente. Allí, tras la puerta, está sentada a su escritorio la esposa de Sharamuíkin, Anna Pávlovna, presidenta del comité de damas local, una damita vivaz y picante, de unos treinta y pico de años. Sus ojos negros, vivaces, recorren a través del pince nez las páginas de una novela francesa. Bajo la novela yace el gastado informe del comité del año pasado.
-Antes nuestra ciudad, en ese sentido, era más feliz –dice Sharamuíkin entornando sus ojos dóciles hacia los carbones ardientes. -No pasaba ni un invierno sin que viniera alguna estrella. Venían actores célebres, cantantes, y ahora… ¡el diablo sabe qué!, excepto ilusionistas y organilleros, nadie viene. Ningún placer estético… Vivimos como en el bosque. Si-í… Y recuerda, su excelencia, a ese trágico italiano… ¿cómo se llamaba?.. uno trigueño así, alto… Dios me dé memoria… ¡Ah sí! Luigi Ernesto de Ruggiero… Un talento notable… ¡Una fuerza! Decía una palabra, y el teatro se venía abajo. Mi Aniútochka tenía gran interés en su talento. Le gestionó el teatro, y le vendió los boletos de diez espectáculos… Él, por esa declamación, le enseñó mímica. ¡Un alma de hombre! Vino él aquí… para no mentir… hace unos doce años… No, miento… Menos, unos diez años… Aniútochka, ¿cuántos años tiene nuestra Nína?
-¡Diez años! –grita desde su gabinete Anna Pávlovna. -¿Por qué?
-No es nada, mámochka, eso yo así… Y pasaba que venían buenos cantantes… ¿Recuerda al tenore di grazia Prilípchin? ¡Qué alma de hombre! ¡Qué apariencia! Rubio… la cara tan expresiva, las maneras parisinas… ¡Y qué voz, su excelencia! Sólo tenía una desgracia: algunas notas las cantaba con el estómago, y el “re” lo tomaba en falsete, si no, todo bien. Con Tamberlick2, decía, había estudiado… Yo y Anniútochka le gestionamos una sala en el Círculo social, y en gratitud a eso nos cantaba por días y noches enteras… A Aniútochka la enseñó a cantar… Vino él, como ahora recuerdo, en la Gran cuaresma, hace… hace unos doce años. No, más… ¡Qué memoria, perdona Señor! Aniútochka, ¿cuántos años tiene nuestra Nádiechka?
-¡Doce!
-Doce… si agregar diez meses… Bueno, así es… ¡trece!.. Antes, en nuestra ciudad, como que había más vida… Tomemos de ejemplo, siquiera, las veladas benéficas. Qué hermosas veladas teníamos antes. ¡Qué encanto! Y cantaban, y jugaban, y leían… Después de la guerra, recuerdo, cuando los prisioneros turcos estaban aquí, Aniútochka hizo una velada a favor de los heridos. Recolectaron mil cien rublos… Los oficiales turcos, recuerdo, se volvían locos con la voz de Aniútochka, y todos le besaban la mano. Je, je… Aunque eran asiáticos, una nación agradecida. La velada se dio hasta tal punto que yo, me cree, lo apunté en el diario. Eso fue, como ahora recuerdo, en… en el setenta y seis… ¡no!, en el setenta y siete… ¡No! Permítame, ¿cuándo estuvieron los turcos aquí? Aniútochka, ¿cuántos años tiene nuestro Kóliechka?
-¡Yo, papá, tengo siete años! –dice Kólia, un chicuelo trigueño de rostro moreno y cabellos negros como el carbón.
-¡Sí, envejecimos, y ya no hay esa energía!.. –conviene Lópniev suspirando. –Mire dónde está la causa… ¡La vejez, padrecito! Nuevos iniciadores no hay, y los viejos envejecieron… Ya no hay ese fuego. A mí, cuando era más joven, no me gustaba que la sociedad se aburriera… Yo era el primer ayudante de su Anna Pávlovna… Si había que organizar una velada con un fin benéfico, o una lotería, o apoyar a la celebridad que llegaba, lo dejaba todo y empezaba a gestionar. Un invierno, recuerdo, gestioné y correteé tanto, que hasta me enfermé… ¡Nunca podré olvidar ese invierno!.. ¿Recuerda qué espectáculo inventamos con su Anna Pávlovna a favor de las víctimas del incendio?
-¿Y eso en qué año fue?
-No hace mucho tiempo… En el setenta y nueve… ¡No, en el ochenta, al parecer! Permítame, ¿cuántos años tiene su Vánia?
-¡Cinco! –grita desde el gabinete Anna Pávlovna.
-Bueno, por lo tanto, eso fue hace seis años… ¡Si-í, padrecito, había asunto! ¡Ahora ya no es eso! ¡No hay ese fuego!
Lópniev y Sharamuíkin se quedan pensativos. El leño ardiente se enciende por última vez y se cubre de ceniza.

1“Colorea de verde, à la ‘noche ucraniana”, alusión a Noche en el Dniéper, célebre cuadro del pintor A.I. Kuíndzhi.
2Enrico Tamberlick, tenor italiano célebre.

Título original: Zhivaya jronologuia, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1885, Nº 8, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: John Singer, Essie, Ruby and Ferdinand, Children of Asher Wertheimer, 1902.