domingo, 25 de noviembre de 2007

El patriota de su patria


Una pequeña ciudad alemana. El nombre de esa ciudad lo lleva una de las más famosas aguas curativas. En ésta hay más hoteles que casas, y más extranjeros que alemanes.
La buena cerveza, las sirvientas bonitas y la vista sublime los puede encontrar en el hotel, que se yergue en el límite (izquierdo) de la ciudad, en una alta montaña, a la sombra del jardín más encantador.
Un hermoso atardecer, en la terraza de ese hotel, estaban sentados dos rusos a una mesita de mármol blanco. Éstos tomaban cerveza y jugaban a las damas. Ambos "hacían dama" con empeño, y platicaban sobre los avances de la curación. Ambos habían venido a curarse del abdomen grande y la adiposis del hígado.
A través del follaje de los tilos olorosos los miraba la luna alemana... Un vientecito menudo, coqueto tiraba, tiernamente, de los bigotes y las barbas rusas, e insuflaba en las orejas de los pequeños gordiflones rusos los sonidos más sublimes. A los pies de la montaña tocaban una música. Los alemanes celebraban el aniversario de cierto acontecimiento alemán. Los motivos no llegaban hasta la cumbre de la montaña, ¡estaba lejos! Llegaba sólo la melodía... Una melodía melancólica, la más alemana, llorosa, lánguida... La escuchabas, y querías quejarte dulcemente...
Los rusos "hacían dama” y escuchaban pensativos. Ambos estaban en el estado de espíritu más beatífico. El susurro de los tilos, el vientecito coqueto, la melodía con su melancolía, todo eso, tomado en conjunto, transportaba sus almas rusas.
-Con este ambiente, Tarás Ivánich, es bueno, este... amar –dijo uno de ellos. –Enamorarse de alguna y pasearse por la alameda oscura...
-M-sí...
Y nuestros rusos entablaron conversación sobre el amor, la amistad... ¡Dulces instantes! Terminó en que ambos sin advertirlo, inconscientemente, dejaron en paz las damas, apoyaron sus cabezas rusas sobre los puños y se quedaron pensativos.
La melodía se hacía más y más audible. Pronto cedió su lugar al motivo. Se hicieron audibles no sólo las trompetas y los contrabajos, sino y los violines.
Los rusos miraron hacia abajo y vieron una procesión de antorchas. La procesión se movía hacia arriba. Pronto, a través de los tilos, brillaron las luces rojas de las antorchas, se oyó un canto esbelto, y la música retumbó en las mismas orejas de los rusos. Muchachas, mujeres, soldados, sirgadores, ancianos llenaron en un segundo la larga, esbelta alameda, iluminaron todo el jardín y vocearon terriblemente... Detrás llevaban barrilitos de cerveza y de vino. Lanzaban flores y quemaban luces de bengala multicolores.
A los rusos se les enterneció el espíritu. Y también quisieron participar en la procesión. Tomaron sus botellas y se mezclaron con la multitud. La procesión se detuvo en el calvero detrás del hotel. Salió al medio cierto viejecito y dijo algo. Lo aplaudieron. Algún sirgador se trepó a una mesa y pronunció un discurso bombástico. Tras él otro, el tercero, el cuarto... Hablaban, chiflaban, agitaban las manos...
Piótr Fomích se enterneció. Sintió en su pecho claridad, calidez, holgura. Ante la vista de una multitud hablante uno mismo quisiera hablar. El habla es contagiosa. Piótr Fomích se abrió paso a través de la multitud y se detuvo cerca de la mesa. Tras agitar las manos se trepó a la mesa. Otra vez agitó las manos. Su rostro se sonrojó. Se tambaleó, y empezó a gritar en una lengua tartajeada, borracha: “¡Muchachos! ¡A los ale... alemanes, péguenles!”
¡Suerte para él que los alemanes no entienden ruso!

Título original: Patriot svoevo otiechestva, publicado por primera vez en la revista Mirskoi tolk, 1883, Nº 8, con la firma: “El El H.S.B.”.
Imagen: Alfred Sisley, Square in Argenteuil (rue de la Chaussée), 1872.